Antonio Elorza, EL CORREO 19/12/12
Urkullu ofrece la garantía de que el camino hacia la soberanía excluye las rupturas y debe asentarse sobre el consenso, no sobre una deriva voluntarista.
Un conocido canto medieval celebró la victoria de los guipuzcoanos sobre los navarros en la batalla de Beotibar, y entre los versos conservados hay uno que sería hoy políticamente incorrecto: «Milla urte igaro da/ ura bere bidian/ gipuzcoarrac sartu dira/ Gazteluko echian». Más o menos: «Así como el agua vuelve a su camino pasados mil años, los guipuzcoanos han entrado en la casa de Castilla». La cita viene a cuento de la recuperación del Gobierno de Euskadi lograda por el PNV. Pasados tres años y medio, las aguas han vuelto a su cauce natural y de la mano de Íñigo Urkullu los nacionalistas recuperan el poder perdido. El poder que, piensan, siempre debió ser suyo.
De entrada, todos los comentarios coinciden en que se ha tratado de algo más que un simple relevo en la titularidad del Gobierno vasco. Después de intentos fallidos anteriores, en 1986 y en 2001, el constitucionalismo ha probado que carece de ideas, y sobre todo de cohesión interna, para ofrecer una alternativa duradera a la hegemonía nacionalista. En segundo lugar, la legalización de Bildu ha propiciado un giro hacia el nacionalismo del espectro político vasco, después de un tiempo de relativo equilibrio a favor de la exclusión de la izquierda abertzale. Por fin, pasada la extraordinaria irritación inicial, el PNV superó la prueba de quedar fuera del poder, haciendo bueno, gracias a la precaria situación de Zapatero, su anuncio de que iban a gobernar desde la oposición. El doble juego, de oposición a ultranza a la gestión de Patxi López en Euskadi y de pactos bien remunerados sobre las transferencias en Madrid, permitió al tándem Urkullu-Erkoreka convertirse en los protagonistas de la escena política, en su calidad de defensores privilegiados de los intereses vascos. Si a todo esto unimos la razonable actitud ante problemas como la memoria histórica y, sobre todo, la ausencia de toda concesión al supuesto patriotismo de ETA, sin olvidar la imagen de hombre discreto y eficaz que ha sabido transmitir Urkullu, tenemos los datos para explicar por qué, a pesar de la crisis económica, el inicio de la nueva etapa política ha sido acogido con una amplia satisfacción.
El regreso del PNV representa así a primera vista una materialización del principio del eterno retorno. La imagen más adecuada sería la del uróboros, la serpiente que se muerde la cola según la iconografía de la alquimia. Vuelve lo anterior después de una breve travesía del desierto. Pero en las circunstancias actuales, el uróboros es representativo de una trayectoria circular de mucho mayor radio. Por vez primera desde que se inició la transición democrática, la vida política y social de Euskadi va a desarrollarse sin que sobre ella gravite la espada de Damocles del terrorismo.
Nos encontramos así ante la apertura de un nuevo ciclo histórico, sin otra sombra en el horizonte que el planteamiento anunciado de un nuevo status político para Euskadi en 2015. Urkullu ofrece la garantía de que el camino hacia la soberanía excluye las rupturas y debe asentarse sobre el consenso, no sobre una deriva voluntarista como en la presidencia de Ibarretxe. Entra en juego además la incidencia encubierta de un Concierto Económico que por los datos conocidos supone una ventaja extraordinaria para los vascos, y mal va a ponerla en peligro el Gobierno Urkullu bajo la crisis.
Nuevo ciclo histórico, porque se cierra otro ciclo, largo y cargado de sobresaltos y de dramatismo, desde que el nacionalismo sabiniano surgiera como respuesta agresiva a los cambios provocados por la supresión del sistema foral y por la industrialización. La afirmación de la patria vasca tuvo entonces por eje una concepción biológica de la nación, heredada del Antiguo Régimen y afectada por el legado de violencia de las guerras carlistas. Para bien y para mal, en su formulación contó excesivamente la influencia en doctrinas y usos de la religión, y en concreto de esa Compañía de Jesús en que tantos dirigentes jelkides se formaron, de Sabino a Arzalluz. Los intelectuales orgánicos del nacionalismo no pudieron tener otro origen, en ausencia de universidades. Y el avance del movimiento, en sus dos vertientes, moderada y radical, hubo además de verse sometido a un marco político español convulso, que culminó en la Guerra Civil y en la dictadura.
El mensaje de violencia del fundador se vio de este modo justificado y amplificado, con medio siglo de terrorismo ‘patriótico’, unos interminables años de plomo, como consecuencia. Hasta ayer, esa circunstancia afectó asimismo en todo momento al PNV, oscilante entre la vocación democrática y la coincidencia ideológica con la izquierda abertzale en la finalidad independentista. Ahora puede verse por fin libre de ese cerco y reemprender, sin presiones externas, su camino de construcción nacional. Confiemos que en la línea de un nacionalismo cívico. Modernización en la tradición, tal parece haber sido el criterio que guió a Urkullu al repensar la ceremonia de la jura del cargo presidencial en Gernika.
La dimensión tradicionalista nunca abandonó al PNV: «Zahar hitzak, zuhar hitzak», «palabras viejas, palabras sabias», según el proverbio que rescató Unamuno. El árbol de Guernica, testigo de la pasada jura, es también el emblema de esa secular conciencia vasca, asentada desde hace medio milenio sobre el mito, pero que pronto se convirtió en historia, como sucediera en el relato del lacayo vizcaíno en el ‘Guzmán de Alfarache’, quien en su entusiasmo por las instituciones de su Señorío, a juicio de su amo, para hacer Vizcaya quería deshacer España. Hoy es más que nunca un árbol de la libertad, y por eso determinadas ausencias a la ceremonia han de agradecerse. En buena parte también por la acción callada y firme de su predecesor, el nuevo Gobierno vasco tiene la oportunidad de inaugurar un nuevo tiempo presidido por la paz y la democracia.
Antonio Elorza, EL CORREO 19/12/12