IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Sánchez se está situando a sí mismo como ‘ultima ratio’ del Estado, cuya legalidad e instituciones le quedan por debajo

Si somos honestos con nosotros mismos tendremos que admitir que los españoles no votaron en julio por un acuerdo de los dos partidos mayoritarios. Ésa es la interpretación del resultado que debería hacer a posteriori una política de liderazgos patrióticos, inteligentes y sensatos. La que harían los dirigentes alemanes o italianos, acostumbrados a resolver las crisis de gobernabilidad con criterio despejado y luces de alcance largo. Pero cualquiera que haya vivido la campaña electoral sabe que, más allá del voluntarismo consolador y la nostalgia de los grandes pactos, la mayoría de los ciudadanos acudió a las urnas con otro estado de ánimo. El del enfrentamiento de bloques, la polarización civil y la herencia de los trágalas decimonónicos que mucho tiempo después siguen guardados en el armario donde creemos, ingenuamente, haber encerrado nuestros viejos demonios. En ese sentido, Sánchez no hace más que representar en beneficio propio el papel cenital que él mismo se ha adjudicado en la implacable dialéctica entre ‘ellos y nosotros’. La que desde el principio constituye el eje de su primaria estrategia de simplismos facciosos revestidos con tosco camuflaje ideológico.

Por eso una gran parte de sus votantes está dispuesta a aceptar, con más o menos desagrado, la amnistía a los independentistas catalanes. Para ellos, la continuidad de este Gobierno de izquierdas –o más exactamente, la prioridad de impedir un Gobierno de derechas– es el bien mayor al que quedan supeditadas cuestiones como las contradicciones flagrantes o los escrúpulos morales. Menudencias insignificantes ante la posibilidad de lograr el objetivo principal aunque sea a costa de pasar algún trago desagradable. El sanchismo los ha acostumbrado a desdeñar los mecanismos formales de la democracia como meros detalles, pequeños trámites burocráticos que pueden y hasta deben saltarse cuando estorban su avance. Qué más da pagar el rescate de un chantaje si está por medio la oportunidad pragmática de obtener un provecho más grande.

En una democracia, la legitimidad no viene sólo de los votos sino sobre todo de la ley, expresión previa de la voluntad del sujeto soberano. El presidente, sin embargo, utiliza el discurso populista para decretar el sufragio como ‘ultima ratio’, igual que el independentismo, y situar su poder y sus intereses personales en el vértice más alto de la pirámide del orden jurídico kelseniano.

El resto de las instituciones –por ahora salvo la Corona, reducida en todo caso a un mero símbolo más decorativo que protocolario– queda por debajo y la legalidad constitucional en manos de un tribunal colonizado por una servicial brigadilla de pretorianos. Si el desbloqueo de la investidura se produce a costa de forzar las costuras del Derecho, desautorizar a la justicia y humillar al Estado, el nuevo mandato nacerá de otro paso hacia el iliberalismo autoritario.