Ignacio Varela-El Confidencial

  • El líder nacional suscita entre sus votantes escasísimo entusiasmo, pero ello no impide que el partido avance viento en popa a toda vela mientras su rival socialista está estancado o en lento y melancólico reflujo

Seis de cada 10 votantes del Partido Popular en las últimas elecciones generales declaran hoy que Pablo Casado les inspira poca confianza, y solo el 44% lo cita como su favorito para presidente del Gobierno. Sus votantes dan a Casado un aprobado raspado (5,5) y el 28% de ellos lo suspende. Además, lo sitúan más a la derecha de donde ellos mismos se ubican. En conjunto, es el líder nacional con peores números en su propio espacio.

Aparentemente, a un líder con un respaldo tan escaso le resultaría casi imposible ganar unas elecciones. Pero esas cifras contrastan con estas otras: 

En los tres últimos meses, el PP ha escalado varios puntos en la estimación de voto de las encuestas serias, sobrepasando al PSOE. Algunas lo sitúan ya en el entorno del 30% y le adjudican un número de escaños similar al que obtuvo Rajoy en 2016 (137). Pese a la modesta valoración de Casado, el PP conserva la máxima fidelidad de sus votantes. Tiene muy pocos indecisos, no pierde prácticamente nada hacia otros partidos y disfruta de varias vías de expansión: continúa engullendo a Ciudadanos, recibe voto de retorno procedente de Vox e incluso parece haber abierto una brecha en la frontera con el PSOE, antes impermeable.

El empate crónico entre los bloques ideológicos se ha desequilibrado consistentemente a favor de la derecha. Si hubiera elecciones mañana, los partidos de la derecha obtendrían al menos dos millones de votos más que los de la izquierda (excluidos los nacionalistas de ambos bandos). Y dentro de la derecha, la cuota del PP no para de crecer. Hoy, dos de cada tres votantes de la derecha elegirían la papeleta del PP. No es necesario detallar el efecto drástico que ello tiene en la asignación de escaños. 

Situación paradójica: el líder nacional suscita entre sus votantes escasísimo entusiasmo, pero ello no impide que el partido avance viento en popa a toda vela mientras su rival socialista está estancado —en el mejor de los casos— o en lento y melancólico reflujo. 

No es la primera vez que esto sucede. En las dos ocasiones anteriores en que el PP desalojó al PSOE del Gobierno, el tirón del líder (Aznar en 1996, Rajoy en 2011) era muy inferior al de la sigla. Los motores del cambio fueron íntegramente reactivos: el rechazo visceral a un poder socialista abrasado, la perspectiva verosímil de la alternancia, la movilización masiva en el campo de la derecha (acompañada de desmovilización en el de la izquierda) y la concentración del voto opositor en el Partido Popular. Exactamente las circunstancias que se dan en este momento.

También en las ocasiones anteriores el cambio de mayoría a nivel nacional fue precedido de una gran sacudida en los territorios. En las elecciones de noviembre de 2019, el PP solo fue el partido más votado en tres comunidades autónomas: Galicia, Castilla y León y Cantabria. Obviamente, el motivo fue la fragmentación en tres del voto de la derecha. En muchos territorios de clarísima mayoría conservadora, el PSOE se coló en la primera posición, con la consiguiente ganancia de escaños. 

Eso se acabó. En este momento, el PP está en disposición de volver a ser la primera fuerza en Madrid, Andalucía, Castilla-La Mancha, Aragón, Comunidad Valenciana y Murcia, y podría disputar el liderazgo en Extremadura y Baleares. En los territorios en que el PSOE mantiene clara ventaja sobre el PP, los socialistas han de repartirse el pastel con los nacionalistas (con la excepción de Asturias). Un auténtico tsunami territorial que, si se manifestara en unas elecciones autonómicas y municipales previas a las generales, dejaría el partido de Sánchez a los pies de los caballos. 

Hay quienes, a la vista de la atonía del liderazgo de Casado y la fortaleza de sus barones territoriales, prevén una lucha intestina entre ellos por desplazar al líder y ocupar el próximo cartel electoral. Creo que es exactamente al contrario. Tras la explosión madrileña del 4-M y la emergencia de la pulsión antisanchista como potente inductora del voto, parece haberse forjado en el PP un consenso estratégico consistente en que cada uno afiance su hegemonía en su propio territorio, el mapa se pinte de azul y entre todos propulsen a Casado en las generales. Solo después de un hipotético tercer fracaso de este se abriría la guerra sucesoria. A estas alturas, Casado ya sabe que tendrán que ser sus barones quienes, actuando concertadamente, lo conduzcan al poder. Si no lo hacen ellos, nadie lo hará.

El principal efecto psicológico del 4-M fue que, por primera vez en años, quebró el axioma de que la alianza de la izquierda con los nacionalistas es aritméticamente imbatible y se abrió paso la hipótesis más que verosímil de una derrota de la actual coalición gobernante. No conviene minusvalorar la fuerza movilizadora que esa perspectiva puede tener en el espacio de la derecha, ni las tensiones que introduce en la actual mayoría. Si cristaliza socialmente una alternativa ganadora frente al sanchismo, a quien la estorbe —llámese Abascal, Arrimadas o como sea— se lo llevará la marea. 

En esta fase, la pieza clave es Andalucía. Casado y Moreno Bonilla tienen en sus manos la facultad de colocar esa votación en el punto temporal en que más beneficio obtengan y mayor daño hagan al partido de Sánchez. Una derrota clamorosa del PSOE en Andalucía tendría efectos aún más demoledores que la de Madrid. Perdidas esas dos plazas y con todo el voto mesetario reagrupado en torno al PP, no se ve, con este sistema electoral, sobre qué base territorial podría armarse una nueva mayoría de izquierdas.

Todo esto no significa que Pablo Casado tenga la Moncloa ya asegurada. Este cambio de ciclo parece asentado para una temporada, pero no tiene por qué ser el definitivo. No hay que despreciar la acreditada capacidad de errar de los dirigentes del PP. 

Los números son claros y a la vez equívocos: para ganar, a Casado le basta con aglutinar a la derecha. Esa es la parte fácil. Para gobernar, necesita abrir un hueco decisivo respecto al PSOE; y eso pasa por atraer —o, al menos, desactivar— a un número importante de votantes de Sánchez de 2019. Es la parte difícil, pero imprescindible. 

En ese itinerario, nada puede venirle mejor al PP que una buena bronca con Vox que se replique en el resto de España. Con Andalucía en el horizonte, Ceuta podría ser la segunda edición de Murcia, Moreno Bonilla un émulo aventajado de Isabel Díaz Ayuso y Juan Espadas el Gabilondo andaluz. Solo falta que Abascal siga embistiendo y, en el momento preciso, poner la fecha.