Ignacio Camacho-ABC

  • España arrastra el peso de una nómina pública abrumadora, una rémora desastrosa para la recuperación económica

El problema laboral de España no está en el sector público sino en el privado. Es en el tejido empresarial, sobre todo en el pequeño y mediano, donde se gana la batalla del crecimiento o se pierde la del paro. Y existe una brecha enorme, cada vez más amplia, entre las condiciones de trabajo y de estabilidad de los autónomos y empleados en ese ámbito y las de quienes pertenecen a la elefantiásica plantilla del Estado. La izquierda, sin embargo, sigue celebrando como un éxito la ampliación del número de funcionarios y sacando miles de plazas en una Administración hipertrofiada que no para de aumentar de tamaño y de consumir recursos a costa de unos contribuyentes asfixiados que pagan con

sus impuestos uno de cada cinco salarios. Aunque hay sectores que necesitan personal, como la sanidad, en los últimos años se ha producido un imparable incremento del capítulo burocrático. Hasta medio millón de nuevos puestos, dirigencia política aparte, se han creado en los distintos niveles institucionales desde que la crisis financiera obligó a un ajuste del gasto, mientras las empresas sometidas a la ley del mercado sudan sangre para mantener cada contrato… en el más optimista de los casos.

En menos de una semana, el Gobierno ha enviado a este respecto dos mensajes de trasfondo nocivo empaquetados con el habitual triunfalismo. El primero, la ya citada convocatoria de empleo masivo. El segundo, el llamado ‘icetazo’, el decreto para consolidar a miles de interinos convirtiéndolos en fijos sin concurso o mediante un trámite sencillo. Las dos noticias están conectadas porque muchos de esos destinos son los mismos y sus ocupantes están ya definidos. Pero más allá de eso lo que la sociedad, y especialmente la juventud, percibe es que la supresión del examen abole el principio de igualdad de méritos para premiar el desempeño previo de una función sostenida en el tiempo gracias a unos criterios de acceso que a menudo se basan en oportunidades contingentes, coladero clientelar o relaciones de privilegio.

De un modo u otro, al trabajador privado le sobran razones para sentirse perdedor o víctima de una situación discriminatoria, obligado a viajar en el furgón de cola de un convoy que funciona con el combustible de su carga tributaria y cuya primera clase transporta a una élite creciente tanto en número como en posición ventajosa. Y el país entero arrastra el peso de una nómina abrumadora, una inflación laboral pública descontrolada y anticompetitiva, una rémora desastrosa para la recuperación económica. Pero la propaganda oficialista, la incansable trompetería de Moncloa, blasona de «la mayor oferta de la Historia» como presunto antídoto a la realidad de una de las peores tasas de paro de Europa. Ningún socialista -de ningún partido, como diría Hayek- va a aceptar nunca la evidencia incómoda de que una cosa está en relación directa con la otra.