IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El electorado español siente cierta pereza para admitir el efecto crucial de la tensión separatista en la salud del sistema

Cuando aparezcan las primeras encuestas con preguntas sobre la abolición del delito de alta traición (de sedición, quiero decir, en qué estaría uno pensando), muchos votantes socialistas expresarán su desagrado y a candidatos como Lambán o García Page les sacudirá el cuerpo un escalofrío de desasosiego o de pánico. Sin embargo esa crítica apenas cambiará las actuales tendencias de la intención de voto; buena parte de los discrepantes se tragará con mayor o menor fatiga el sapo y seguirá dando a Sánchez su respaldo. En Cataluña pueden incluso mejorar las expectativas del Gobierno; los constitucionalistas moderados que en 2017 dieron la victoria a Ciudadanos saben desde hace tiempo que se han quedado políticamente huérfanos o han vuelto al PSC en la cándida creencia de que va a defender sus derechos. Y en el conjunto del país, la despenalización del golpe separatista no saldrá gratis pero tampoco va a tener en el electorado de izquierda un impacto relevante. En todo caso el efecto negativo que pueda causar se irá diluyendo a lo largo del año que queda para las generales. El presidente ha ido adelante porque confía o sabe que la tormenta no le dejará daños graves.

Existen precedentes para sostener que el conflicto catalán no constituye, por desgracia, un motivo importante de decisión electoral en España. La gente está cansada de la matraca soberanista, y en un lógico reflejo de psicología colectiva o de evasión pragmática tiende a relegarla del primer plano de sus preocupaciones cotidianas. El único momento en que la opinión pública sintió verdadera alarma fue durante la insurrección independentista, pero Rajoy dejó pasar la ocasión de reclamar una mayoría nacional contundente para combatirla. Quizá temió parecer oportunista o prefirió preservar el aparente clima de unidad política sin atisbar que Sánchez la traicionaría. De un modo u otro, en cuanto el peligro de ruptura inmediata se disipa, la percepción emocional del problema baja en las prioridades de la ciudadanía.

Fuera de ese tipo de circunstancias extremas, la deriva del ‘procès’ sólo inquieta a los sectores –y no a todos– de la derecha. En las capas de población ideológicamente menos resueltas, el hartazgo por la ‘cuestión catalana’ ha creado una cierta pereza para entender que la tensión secesionista es la cuestión crucial de nuestra convivencia, el principal vector de fuerza contra la estabilidad del sistema. Que la influencia concedida por el sanchismo a los enemigos del Estado en los equilibrios de poder representa una amenaza de primer grado para el marco institucional y el orden democrático. Las dificultades económicas son urgentes y sustanciales pero negarnos a admitir el problema de fondo, otorgarle rango secundario para eludir como avestruces la antipática responsabilidad de afrontarlo, es un autoengaño. Y podemos pagarlo caro. No a medio sino a corto plazo.