Alberto López Basaguren-El Correo
El Gobierno vasco se empeña en aparentar que dispone de unos poderes especiales con los que no cuenta
La pasada semana entró en vigor la «emergencia sanitaria» decretada por el Gobierno vasco. Se trata de la misma medida que ya adoptó en marzo, aunque entonces la declaración del estado de alarma la hizo desaparecer del mapa e impidió que se precisase su significado. Ahora, aislada -de momento- de una medida de calibre superior que la diluya, está siendo objeto de gran atención. Y se le ha atribuido un significado que, como jurista, me provoca perplejidad: la declaración de la «emergencia sanitaria» habilitaría al Ejecutivo a tomar medidas extraordinarias, como si se tratase de una especie de estado de alarma autonómico.
Pero ¿qué es lo que realmente ha aprobado el Gobierno vasco? La consejera de Seguridad ha aprobado, a solicitud de la de Salud, la «activación formal del Plan de Protección Civil de Euskadi» y el lehendakari ha asumido su dirección en detrimento de la consejera de Seguridad. Eso es todo.
Llama la atención que ni en las órdenes de las consejeras ni en el decreto del lehendakari se utilice la denominación «emergencia sanitaria» que ha propagado el propio Gobierno. El Plan de Protección Civil se activa, según se dice en esas disposiciones, «para hacer frente a la situación de alerta epidemiológica generada por la propagación del Covid-19».
La figura jurídica de la «emergencia» aparece en el artículo 35 de la Ley de Gestión de Emergencias de Euskadi: se podrá declarar la «emergencia catastrófica» cuando «la situación de peligro o los daños ocurridos sean por su especial extensión o intensidad particularmente graves». Su declaración corresponde al lehendakari, quien asumirá «la dirección de todas las actividades de la emergencia, pasando a su directa dependencia la estructura organizativa del Plan de Protección Civil de Euskadi». A la vista de la información difundida por el Gobierno vasco, cabía esperar la utilización de esa previsión legal. No se ha hecho así, aunque el resultado haya sido el mismo: la activación del Plan de Protección Civil.
Los términos «alerta» y «emergencia» son comunes en el ámbito de la salud pública como situaciones de hecho. Para hacer frente a ellas, la Ley Orgánica de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública y Ley General de Salud Pública habilitan a los poderes públicos, «dentro del ámbito de sus competencias», a adoptar distintas medidas en relación con instalaciones, establecimientos, servicios e industrias o en relación con distintas «actividades». También con personas individuales o grupos concretos de personas que estén infectadas o hayan estado en contacto con ellas y su medio ambiente inmediato. Las medidas requerirán autorización o ratificación judicial. Su adopción debe estar justificada -¡es necesaria una motivación clara y precisa!- porque, de lo contrario, serían ilegales por arbitrarias.
La credibilidad social de las autoridades es indispensable para combatir con eficacia la pandemia
La activación del Plan de Protección Civil se sitúa en otro terreno. Su finalidad es movilizar la actuación de las estructuras de protección civil -administrativa y de voluntariado- y su coordinación, especialmente cuando dependen de distintas administraciones (policías, bomberos, etc.). Este es el ámbito en el que la asunción de su «dirección» por el lehendakari toma significado. Se trata de una decisión dirigida a las propias administraciones con una finalidad instrumental. No supone la habilitación al Gobierno vasco para adoptar medidas que excedan las que le autoriza la legislación de salud pública. Respecto a estas, la activación del plan es indiferente: se pueden adoptar de la misma forma con el plan activado o sin activar, como se está haciendo en otros territorios. El Gobierno vasco lo sabe, como muestra la conversión en «recomendación» de la anunciada «prohibición» de las reuniones de más de diez personas en la orden de la consejera de Salud publicada el pasado miércoles.
Sorprende el empeño del Gobierno vasco en dar la apariencia de que dispone de unos poderes que no se corresponden con la realidad. No es un juego inocuo; afecta seriamente a la capacidad de lo que, por encima de todo, importa ahora: hacer frente a la pandemia con eficacia. Ello requiere una combinación inteligentemente equilibrada entre medidas coercitivas y recomendaciones, para cuyo cumplimiento generalizado es indispensable la credibilidad social de las autoridades que las establecen.
Si el Gobierno se cree lo que dice y actúa en consecuencia nos encontraremos con decisiones judiciales que anulen las medidas adoptadas, especialmente cuando todavía el sistema judicial no ha podido establecer una interpretación clara y firme sobre las acciones que se pueden y no se pueden imponer. Lo que provocará desconcierto entre la gente y desconfianza con el sistema. El Ejecutivo está obligado a hacer un esfuerzo especial para no poner en riesgo la seguridad jurídica. Si, por el contrario, como ha hecho hasta ahora, distingue entre lo que dice que va a hacer y lo que hace no podrá pretender que se le tome en serio. Un Gobierno responsable no puede añadir más incertidumbre.
No es el momento de jugar a la autosuficiencia del autogobierno contraponiéndolo, como alternativo, al gobierno común. Nunca como en una crisis tan extrema la eficacia de la actuación pública depende de la lealtad de las instituciones al terreno que a cada una le corresponde. Tenemos en juego la salud y el bienestar.