JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Ese hueco que queda entre el rigor de la ciencia y el cálculo de la política se llena por el sentimiento de empatía que se traduce en responsabilidad y solidaridad
Con temor y temblor me figuro que habrán tomado las autoridades la decisión de relajar las restricciones en la batalla contra esta pandemia que no cesa. Lo comprendo. Pese a que las cifras no aconsejaban relajación, sino contención, las fechas de Navidad y Año Nuevo casi obligaban a abrir una espita por la que se desahogara toda la presión acumulada durante los meses de anomalía social que hemos vivido. Ya el tono con que lo anunció el lehendakari transmitía, más que convicción o contento, resignación. Según se había dicho en los medios, la unanimidad no reinaba en el LABI, que se debatía entre el respetado rigor epidemiológico y el despreciado cálculo político. No podía ser de otro modo. Cuando se trata de cohonestar intereses encontrados y la ciencia se mueve en terreno movedizo, el rigor o, quizá mejor, el rigorismo corre el riesgo, a la hora de adoptar decisiones, de recetar remedios peores que la enfermedad. Científicos y políticos están viéndoselas con un factor tan versátil como es la conducta humana, que, en situaciones de angustia, reacciona de manera imprevisible. Manda el principio práctico, con perdón del oxímoron, de que lo mejor es enemigo de lo bueno. Por desgracia, en situaciones como la presente, una vez visto el resultado, es cuando puede dirimirse el acierto o el desacierto de la decisión tomada. Hasta la prudencia corre riesgos.

Las contradictorias reacciones que se han producido en la sociedad son reflejo de lo dicho. No hay rigor científico ni cálculo político capaces de convencer al hostelero de que las ocho es hora de cierre más segura que las diez o las seis ni de superar la resistencia de la familia a admitir que sus reuniones han de limitarse a diez y no a doce u ocho miembros. El rigor falla tanto como el cálculo en tiempos de total incertidumbre. En tales circunstancias, los intereses y los sentimientos reinan sobre el razonamiento y los argumentos. Por otra parte, la apelación a la obediencia o el acatamiento, aunque más que nunca recomendable en tiempos de crisis, tampoco es del todo efectiva en sociedades plurales y libres. Resulta obligado, sin duda, llamar a la responsabilidad, pero hasta ésta, tan predicada por todos como principio, demanda refuerzos adicionales que ayuden a ponerla en práctica con determinación y constancia.

Quizá el refuerzo pueda encontrarse en los sentimientos compartidos que nos han conmovido en esta insólita pandemia, ayudándonos a construir comunidad. A causa de aquella, todos hemos coincidido, antes que nada, en el miedo o incluso en el pánico ante el riesgo de contagio y enfermedad, con el grave trastorno que ello conllevaría para nosotros y nuestros allegados. A todos nos ha afectado también el golpe que ha sufrido nuestra calidad de vida, cuando no la pérdida del empleo como medio de supervivencia, o la inquietud que nos ha creado el incierto futuro que tememos para nuestros hijos. Todos hemos llorado, o visto llorar a nuestros vecinos, por la muerte de los seres más queridos. Y no serán raros los casos en que tocará convivir en adelante con el profundo deterioro que la enfermedad habrá causado en el cuerpo o la mente de un miembro de la familia. Todo lo hemos vivido tan de cerca como si nuestra propia carne lo hubiera sufrido. Y eso sin citar intangibles como la soledad que ha invadido las calles, la tristeza que deprime a la gente, la desesperanza que a tantos acongoja o la sensación de tiempo perdido que nadie ha dejado de sentir en algún momento de esta interminable desgracia compartida. Quizá sea sobre estas experiencias comunes como podamos construir y sostener la actitud de responsabilidad social que las circunstancias nos demandan.

La palabra es, pues, empatía. Sólo ella llenará ese hueco que queda entre el rigor científico y el cálculo político. Nunca, fuera de tiempos de grandes calamidades o de guerra, se nos había presentado como ahora la oportunidad de ponernos en la piel del otro, que ha pasado por los mismos o parecidos trances que cada uno de nosotros. Nunca habíamos tenido la ocasión de saber tan de cerca lo que siente nuestro prójimo ni de sentirnos empujados a comportarnos con él del modo en que esperamos de él que se comporte con nosotros. La comunidad de vivencias que se ha creado durante estos meses podría ser el acicate que nos lleve a ejercer esa responsabilidad en la que el bien de uno se confunde con el de todos y la empatía se traduce en solidaridad. Estamos ante un examen. Las notas, a principios de enero. Y, como los antecedentes hacen temer lo peor y el resultado puede ser catastrófico, sólo queda esforzarse en aprobar…