En un largo silencio

ABC 31/10/16
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR , DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN VOCENTO

· Para aquellos críticos que deseaban edificar una España democrática y cohesionada; para aquellos intelectuales empeñados en dotar a su patria de una conciencia que le permitiera afrontar tiempos de peligro, había que empezar por la universidad. ¿Se hizo así en la España de la transición?

DESDE que empezó esta crisis nacional –lo que no significa disputa de territorios, sino agresión a nuestro vigor cívico y cohesión social–, miramos alrededor, en busca de lo que siempre atemperó las turbaciones sufridas por España: un mundo cultural ajeno a las pataletas corporativas, los manifiestos oportunistas y las fotos de familia para medrar a la sombra del poder. En su memorable libro traducido como «La traición de los intelectuales» Julien Benda denunció los hábitos perversos de la intelectualidad francesa en años de una militancia más leal a las razones del partido que a la defensa de la verdad. Hoy podría titularse una nueva evasión moral de quienes deberían sentirse convocados para intervenir en los graves problemas de España, como verdaderamente corresponde a quienes han hecho de la meditación y el rigor del análisis su profesión.

Estos comienzos de siglo han reiterado las condiciones de fractura histórica e interpelación sobre el significado de la nación española que se dieron justamente cien años atrás. La diferencia es que, entonces, aquellos jóvenes que ingresaban en un siglo XX de entusiasmo e incertidumbre acompasados, irrumpieron decididos en la lógica más exigente de la historia. Todos ellos, llegando de las estribaciones del 98 o presagiando las cumbres de la generación del 14, fueron intelectuales en el sentido estricto que adquirió esta palabra tras el caso Dreyfus. Eran pensadores comprometidos, dispuestos a afrontar los desafíos de su tiempo, líderes espirituales cuya reflexión desembocaba en una severa toma de conciencia. Tejieron un espacio plural, en el que la lucha por la primacía y la ambición de liderazgo nunca estuvieron ausentes del todo. Pero incluso las debilidades humanas del egocentrismo y la soberbia jamás se distanciaron de un lugar de alta graduación moral. En él, las cosas no se despachaban con apuntes superficiales de tertulia omniparlante, ni con el griterío nervioso de algunos debates televisivos, ni mucho menos con la satisfecha vacuidad de las llamadas redes sociales.

Era un territorio fiel a una idea tradicional y permanente de la cultura, donde se pensaba antes de hablar, y donde se escribía con una elegancia y un rigor que todavía nos alecciona y nos conmueve. Era la inteligencia que se percibía a sí misma como lanzadera de la comprensión de una España en crisis. Era el gusto por la complejidad y los matices alimentando aquella nación en vísperas de todo. Era la rotundidad del compromiso bien documentado ofrecido a aquella patria a punto de superar su languidez con un poderoso ímpetu regeneracionista. Era la dignidad de quienes se creían, más que en el derecho, en el deber de hablar, de escribir, de agrupar opiniones, de sacudir los problemas en el territorio denso de una gran pedagogía nacional.

Lo que caracterizaba a aquellas personas era su patriotismo abierto, su irrenunciable amor a España, su independencia de criterio, su entrega a una verdad atisbada desde diversas perspectivas. Les identificaba su coraje cívico, su valentía intelectual y su absoluta falta de frivolidad, que no es carencia de sentido del humor ni de ironía. Hoy disponemos de dignos columnistas, de colaboradores radiofónicos y de eficaces proyectores de su propia imagen que se mueven en las aguas del conflicto inmediato, del apunte de coyuntura, del abordaje de una realidad veloz y transitoria. Entre estos materiales brota, en ocasiones, el aroma inconfundible de la tradición del gran periodismo al que nos asomamos los historiadores con veneración y provecho.

Pero, salvo en algunas excepciones meritorias, ¡cuánto se echa de menos aquella forma de hablar para España no en voz alta, sino con palabras de altura! Y, cuando uno busca las causas de este abandono, no hay más remedio que recordar cómo se pasó de la defensa de la escuela de Joaquín Costa a la misión de la universidad de Ortega y Gasset. ¿Alguien podría imaginar hoy que se hablara de la tarea docente y de la formación de nuestros jóvenes universitarios con el nombre sagrado de «misión»? Que no se me diga que la palabra suena ridícula. Porque algún dirigente que quiere ganarse a pulso el prestigio de la provocación, y se considera portador exclusivo de realismo político se refirió nada menos que a la «sonrisa del destino» al hablar de una propuesta de coalición gubernamental. Para exageraciones alegóricas están, precisamente, quienes han crecido a la sombra de esta arrogante algarabía verbal que algunos se empeñan en llamar discurso. No hay pues, ni melancolía vana ni hueco lirismo en el recuerdo de aquella misión de la universidad, que certificaba la existencia de un mundo en tensión cultural, volcado en el análisis de la realidad y comprometido en la formación profesional rigurosa de ciudadanos libres.

En efecto, para aquellos críticos que deseaban edificar una España democrática y cohesionada; para aquellos intelectuales empeñados en dotar a su patria de una conciencia que le permitiera afrontar tiempos de peligro, había que empezar por la universidad. ¿Se hizo así en la España de la Transición? ¿O se prefirió construir una universidad sobre las aspiraciones corporativas, los intereses de clanes, la impunidad clientelar, el temor a la crítica por miedo a perjudicarse en la carrera docente e investigadora? ¿No se dejó una institución pública indispensable para la nación en manos de pequeños círculos de profesores que hicieron y deshicieron, contrataron o no contrataron, fijaron normas de estilo académico y dispusieron a su antojo del futuro de sus alumnos con un descaro que algún día tendría que ser condenado por la sociedad española, financiadora de aquel espacio? Nadie ha puesto objeciones a ese singular proceso de privatización velada. Nadie quiere abrir ese melón, ni tampoco esos críticos feroces de la Transición que han nadado a favor de una corriente que, como siempre sucede, va hacia abajo, hacia los estuarios embarrados, y no trepa remontando el curso recto de una decente sabiduría.

Nos sorprende la conducta indebida, la debilidad cívica de quienes revientan conferencias y fanfarronean de sus machadas contra la convivencia universitaria. Y, curiosamente, no parece asombrar a la opinión pública que la ausencia de conciencia nacional, de liderazgo cívico y de exigente compromiso social haya impedido que una elite intelectual empuñe, en esta España desorientada, el fervor de la cultura y del saber ejemplar. Tales actitudes deberían haber salido de una escuela de hombres y mujeres entrenados en el respeto a la inteligencia, en la libertad de crítica, en el rechazo de toda intimidación corporativa y de toda servidumbre de promoción. Deberían haber salido de una institución que inculcara a sus alumnos las exigencias del deber intelectual para forjarlos en la superación de la falsa neutralidad y la seducción del poder. Para formarlos, sobre todo, como materia crítica con la que España pueda recuperar la lealtad a su naturaleza histórica y sobreponerse, así, a la liquidez moral y ligereza política en las que vive. Para ejercer, en definitiva, esa misión universitaria con la que algunos de nuestros mejores intelectuales del pasado justificaban su existencia.