España rota

ABC 31/10/16
ISABEL SAN SEBASTIÁN

· Salimos de la investidura atónitos ante lo que hemos oído decir en el Congreso

CUANDO, a comienzos de siglo, José María Aznar dijo aquello de «España se rompe», fue objeto de mofa, befa y escarnio por parte de columnistas bienpensantes, tertulianos de pro, comentaristas de la «gauche divine» y políticos varios, incluidos no pocos de este PP vencedor. En realidad, el entonces presidente estaba formulando un diagnóstico tan descarnado como certero, cuyos síntomas se manifiestan con dolorosa elocuencia cada vez que surge la ocasión.

España se desintegra, se diluye, se agrieta, se descose, se desgaja. España se cuartea en territorios enfrentados entre sí a base de mitos falsarios, alimentados por líderes dispuestos a quebrar una unidad secular con tal de encabezar los ratones resultantes del suicidio. España se descompone en banderías ideológicas que creíamos superadas por la adhesión común a los ideales democráticos recogidos en la Constitución de 1977. España se muerde la yugular con una saña propia de tiempos guerracivilistas, entre la indiferencia panglosiana de quienes no ven más allá de las cifras macroeconómicas y la satisfacción indisimulada de los que han llegado a la política ansiando consumar rupturas.

España sale malherida de una investidura bronca, ayuna de ilusión, furiosa. Atónita ante lo que ha oído decir desde la tribuna del Congreso: las injurias proferidas por el diputado Rufián; el desafío abierto al Estado de Derecho lanzado impunemente por su correligionario Tardá; la sarta de insultos a la dignidad colectiva vertidos por Matute, destacado aprendiz de Otegui; las soflamas cargadas de odio contenidas en el discurso de Iglesias, deshecho en sentidos aplausos para el portavoz de Bildu; el independentismo irredento, aunque cortés, del peneuvista Esteban, al exigir una relación «de igual a igual» con la Nación de la que forma parte la comunidad autónoma vasca. España contempla, triste, la división profunda creada en uno de los partidos llamados a vertebrarla por la demoledora gestión de Pedro Sánchez, alumno aventajado de Zapatero, que amenaza con volver para consumar su obra. Una sima que separa al PSOE de esa otra formación sin filiación geográfica concreta ni identidad ideológica clara, cuyo único rasgo definible parece ser la aversión patológica al PP. Un socialismo difuso, contagiado de nacionalismo y/o populismo, acomplejado, menguante, que desplaza al original en Cataluña, Baleares, País Vasco, Valencia e incluso parte de Aragón y Madrid. Una vía de agua abierta en la nave socialista, hoy huérfana de timonel, que a duras penas se mantiene como buque insignia de la izquierda.

Habemus gobierno, sí, o cuando menos presidente, ya que Mariano Rajoy se tomará todavía unos días para acabar de configurar, con calma, la composición de su gabinete. Tenenos o tendremos un gobierno monocolor, en minoría, permanentemente amenazado de desahucio y obligado a negociar ley a ley en el Parlamento, donde un centenar de diputados trabajará sin descanso para destruir el sistema que les otorga el escaño. Un gobierno necesitado de mano izquierda pero también de firmeza, para negarse a entregar lo que no le pertenece: la soberanía nacional y la respetabilidad de España como socio fiable de la UE. Minutos antes de ser investido, Rajoy prometió solemnemente resistir a esa tentación. Esperemos que así sea y se frene la actual deriva, porque los lodos que hoy nos ahogan son el fruto de los polvos que nadie quiso barrer cuando aún era posible hacerlo: los constantes desacatos consentidos al mandato constitucional (por ejemplo en materia lingüística), el intento estéril de comprar con dinero de todos una lealtad imposible por parte de separatistas o la cobarde legalización del brazo político de ETA. Y por supuesto, la educación; esa formidable herramienta entregada al enemigo para sembrar la discordia.