Endogamia progresista

Ignacio Camacho-ABC

  • El pedigrí ideológico fija las reglas. La etiqueta de izquierdas dispensa cualquier escrúpulo de conciencia ética

Sin cortarse un pelo. El poder se ejerce sin complejos cuando uno se siente no ya en el lado acertado de la vida, sino ungido por una misión histórica. Y como las grandes y justas causas siempre suscitan el recelo del establishment, de la casta, de los privilegiados acostumbrados a mandar desde sus mesas de mantel de hilo y cubiertos de plata, es menester defenderlas rodeándose de gente de confianza. Con la de tu partido no basta; eso lo hacen todos y ya es una costumbre amortizada desde los tiempos del turnismo de Sagasta y Cánovas. Hace falta dar una vuelta de tuerca a la endogamia para que se note que estamos en una nueva etapa. La de la verdadera

democracia. «Sans façon, sans compliments», dicen los franceses. Se puede nombrar presidente de Correos a tu asistente personal, llevar al Gobierno a tu pareja o crear una dirección general ex profeso para enchufar a un amigo de la infancia. Sin coartadas. Por la cara. Se puede sacar a la ministra de Justicia del cargo para aterrizarla en la Fiscalía del Estado o pedir un helicóptero oficial para ir a un concierto de verano. Y si alguien te reprocha el contraste con tus promesas regeneracionistas es un facha o un esteta mojigato que no se ha entendido la clave del auténtico cambio. No se trata del qué sino del quién: simple cuestión de bandos. Proclamarte progresista te absuelve de antemano de cualquier pecado de arrogancia, de nepotismo o de abuso autoritario porque tu capricho representa la voluntad del pueblo soberano.

Sucede que además tienen motivos para creer eso. Porque los suyos no sólo no lo censuran sino que lo aplauden o como poco lo justifican. Porque la estrategia divisionista ha exacerbado el sectarismo de la política y la ha reducido a un simple ejercicio de imposición de la hegemonía. Porque una propaganda regada por inundación desde las teles amigas (graciosamente concedidas por Rajoy y Sáenz de Santamaría), ha abolido todo atisbo de mentalidad crítica. Y sobre todo porque han sabido inventar un antagonismo, un «ellos» contra el que proyectar el «nosotros» que cohesiona a la tribu. Han logrado involucrar a sus bases electorales en un proyecto ficticio de refundación imbuida de la épica postiza del antifascismo. Y las han convencido de que cualquier cosa que hagan o digan tiene sentido bajo ese noble designio. Hay que admitir la eficacia aplastante de un plan tan esquemático; una vez asentado el marco y consumado el asalto, si alguien alberga reparos se cuidará de manifestarlos para no ser empujado hacia el rincón retardatario de los herederos de Franco.

Ni siquiera han tenido que molestarse en definir unas ideas. Unas cuantas etiquetas sobran para delimitar la pertenencia. Ser de izquierda consiste en no ser de derechas. Para qué profundizar más si con eso ese salvoconducto nominal se obtiene la dispensa ética que otorga la autoatribución de la actitud correcta.