JON JUARISTI, ABC – 07/12/14
· Podemos es un apunte de lo que podría ser la universidad.
Mis amigos Félix de Azúa y Santiago González han arremetido esta semana contra la universidad pública en sendos artículos aparecidos en «El País» del miércoles y en «El Mundo» del viernes, respectivamente. No niego que estén cargados de razones para hacerlo. El objeto común de sus diatribas –suscitadas por el absentismo laboral del segundo de Podemos, Íñigo Errejón– es la proliferación en aquela de la endogamia, el enchufismo y el privilegio.
Respecto a la endogamia, el miércoles se daba a conocer un dato significativo: cerca de las tres cuartas partes de los profesores de las universidades públicas españolas ocupan plaza en las facultades donde cursaron sus estudios. Obviamente, esta circunstancia es a la vez consecuencia y causa de la endogamia. Los estudiantes norteamericanos, al concluir sus doctorados, deben abandonar su alma máter y buscar trabajo en otras universidades (en la mayoría de los casos, muy lejanas de la de origen), lo que evita la endogamia, pero devuelve los departamentos universitarios al estado de naturaleza y a una guerra incesante de todos contra todos.
En teoría, esto podría resultar muy beneficioso para la calidad de la enseñanza, porque los peores profesores sucumbirán, en teoría, a la lucha por la vida y solo quedarán los mejores. En la práctica, nunca ha sido así, y menos en las titulaciones humanísticas, que son las más vulnerables a la demagogia. Los que ganan la partida no suelen ser los más sabios y capaces, sino los más fuertes o astutos, los que logran movilizar contra sus adversarios a la mayoría del departamento y a los estudiantes. La mejor literatura norteamericana contemporánea, desde Philip Roth a David Mamet, no ha dejado de resaltar esta paradoja. La universidad medieval era mucho más darwiniana: ahí sí que ganaban los mejores.
La inmovilidad geográfica de los enseñantes (y de los bedeles) en las universidades españolas no es distinta de la de los otros cuerpos del funcionariado autonómico. Estoy seguro de que el porcentaje del funcionariado autóctono en todas las autonomías es mayor, en su conjunto, que la de los profesores universitarios de vivero.
Todas las universidades públicas (salvo la UNED) fueron transferidas en su día a las comunidades autónomas, así que la endogamia tiene difícil remedio, si alguno tiene. No existen ya figuras administrativas como el traslado de cátedra. Yo mismo tuve que presentarme a un concurso de acceso, es decir, a unas oposiciones con todas las de la ley, para pasar de mi antigua cátedra en la Universidad del País Vasco (donde no estudié) a otra similar en la Universidad de Alcalá de Henares.
Cada universidad, por otra parte, puede crear a discreción incentivos para fidelizar a sus docentes: ventajas para la jubilación anticipada a los profesores que hayan completado un número determinado de años de servicio en sus aulas, facilidades para la adquisición de vivienda cerca del campus (no hay nada que inmovilice más que una hipoteca), etcétera. En tales condiciones, resulta inevitable que aparezca en el profesorado de la universidad pública un síndrome patrimonial o territorial que no se compadece con su estatuto funcionarial (o contractual a secas). La universidad del franquismo era feudal, la de la democracia es cantonalista.
Con todo, es la mejor universidad que tenemos en España, la pública, aunque sea manifiestamente mejorable. Sus tendencias a la topofilia o incluso a la insurrección no se arreglarán convirtiéndola en un gueto indecente a base de demonizarla para arruinarla con buena conciencia. Podemos es solo un síntoma superficial de lo que podría llegar a ser la universidad pública en un trance verdaderamente agónico.
JON JUARISTI, ABC – 07/12/14