-El Español
El autor critica la forma en la que el presidente del Gobierno ha afrontado la crisis del coronavirus, que entiende más mediática que eficaz.
«La prueba del progresivo deterioro del estado del espíritu general la dio el propio Gobierno, alterando dos veces, en media docena de días, su estrategia». Apenas tenía Pedro Sánchez veintitrés años cuando Saramago escribió Ensayo sobre la ceguera, una distopía alienante sobre la condición humana y el efecto que produce en la sociedad la enfermedad y el contagio.
Ignoro si en aquella época el actual presidente era lector del escritor portugués, en momentos en que el socialista cultivaba el culto enardecido al mito/timo del último Felipe González. Cierto es que en un mundo en que no existían Juego de Tronos ni las malditas series de televisión que han convertido la política en un carrusel de arribistas y de necios más infecciosos que cualquier virus de Wuham, Saramago, como Nostradamus en versión saudade, nos anticipó lo que iba a ocurrir.
Y en ese periodo, entre proclamas virales de ministras enguantadas, Consejos de Ministros inanes, histriones de televisión verde haciendo mofa de la pandemia por cinco cuartos al pregonero mientras morían españoles en los hospitales, Sánchez concluyó proclamando el estado de alarma.
Un diario nacional titulaba «España, en estado de alarma», el mismo diario que negaría el palíndromo, «Alarma de Estado en España». Porque ni el irredentismo independentista al que sentó en la «mesa del reencuentro» ni el aliado comunista que viola las cuarentenas como un cansalmas redentorista que bastante tendría con salvarse a sí mismo, le fueron leales.
La Presidencia del Gobierno está sin un hombre de Estado, con adicción redonda al espectáculo televisivo
España entre el estado de alarma y la alarma de Estado. Y la Presidencia del Gobierno, sin un hombre de Estado, pero con un estado de hombre genuflexo y con adicción redonda al espectáculo televisivo. Nos podrán y nos deberán confinar, pero nunca confinarán nuestras conciencias libres y críticas, y mucho menos nuestra memoria.
La enfermedad es un estigma paralizante, una maldición socializante y sagrada que siempre busca culpas, incluso donde no las hay. Y, en este sentido, no arriendo las ganancias a Sánchez.
Las epidemias son misterios que nos arrojan al pánico moral y, por consiguiente, a la infección colectiva. Y, en ese sentido, aunque Sánchez no se reconozca en la novela del portugués, Saramago advierte que todos los gobiernos, sin excepción alguna, operan de la misma manera: «En palabras al alcance de todo el mundo, se trataba de poner en cuarentena a todas aquellas personas que, de acuerdo con la antigua práctica, heredada de los tiempos del cólera y de la fiebre amarilla, /…/ tenían que permanecer apartados cuarenta días./…/ Quería decir que tanto pueden ser cuarenta días como cuarenta semanas, o cuarenta meses, o cuarenta años, lo que es preciso que nadie salga de allí».
En efecto, los Estados operan mecánicamente y atienden con carácter general las emergencias epidemiológicas como iguales, sin mecanismos diferenciadores. El aislamiento, de hecho, confina a la sociedad intramuros de lo desconocido, como una reacción más de la ignorancia del Estado.
Es un insilio que abarca lo misterioso para alojarnos en la inconsciencia de nuestras soledades, quizá el último nicho de nuestra salud y el último espacio en el que el Estado se siente agredido en su desconocimiento. La pandemia, como la ceguera universal de Saramago, nos conduce inexorablemente al paradigma de la soledad humana y al poder dentro del poder: «Alguien tendrá que hablar, necesitamos saber cómo actuamos, dónde encontraremos la comida, si vamos todos juntos o uno a uno».
Si el Gobierno no es eficaz y su legitimidad se emancipa de toda fiscalización política, el caos está asegurado
En suma, cuando gobierna del desasosiego y la desinformación, la sociedad extraña dos aspectos capitales que aportan la escasa estabilidad que sostiene el contrato social: el Gobierno eficaz y la legitimación jurídica del mismo basada en el control político.
Si el Gobierno no es eficaz y la legitimidad del mismo se emancipa de toda fiscalización política, el caos está asegurado. Y no tanto por procesos de deshumanización que pueden fluir por la inadaptabilidad del hombre a un espacio de reclusión forzosa, sino por la incapacidad del Gobierno de aportar soluciones. En eso estamos.
Saramago, el augur, alumbró desde su ceguera literaria una crisis panorámica y un colapso moral del que no se escapan ni siquiera los medios de comunicación. Cuando Sánchez gesticulaba ceremonialmente en la televisión sobre la flecha de la enfermedad, mi memoria terciaria de Funes el memorioso, me recordó el siguiente fragmento de la obra: «Un comentarista de la televisión tuvo el acierto de dar con la metáfora justa cuando comparó la epidemia, o lo que fuese, con una flecha lanzada hacia arriba, y que, tras alcanzar el punto más alto en su ascenso, se detiene un momento como suspendida en el aire, y empieza luego a describir la obligada curva de caída, /…/ media docena de palabras éstas que se repiten constantemente en los distintos medios de comunicación».
Esa media docena de palabras se sucede incontinentemente en todas las televisiones, como una película a oscuras de una sesión sin fin en el cine Carretas de Madrid, cuando los contagios eran otra cosa. Pero hay una diferencia substancial: no es un presentador de televisión quien taladra la psique imaginaria de una sociedad atemorizada, sino el propio presidente del Gobierno.
Yo no necesito un presidente adanista y circunflejo que interprete un papel. Tampoco quiero un presentador de televisión que finja ser presidente del Gobierno. Tan solo quiero que el Estado, en la mente de este liberal confeso, sea fuerte, porque es el único momento en la historia de las civilizaciones en que debe serlo. Tan solo quiero eso.
*** Mario Garcés es diputado por Huesca y portavoz adjunto del Grupo Parlamentario Popular.