Entre Oñati y La Arboleda

Pedro José Chacón, EL COOREO, 23/10/12

No estamos ante el Parlamento más nacionalista de la historia, como se ha dicho, puesto que el de 1986, por ejemplo, lo fue más, con 52 parlamentarios de PNV, EA, HB y EE, partido este último que no aceptó la Constitución española hasta 1988. Esa fue la tendencia general de las cuatro primeras legislaturas de la Transición: nacionalista en sus dos tercios. La población vasca también intentaba entonces salir de una crisis económica profunda, que aunque no tenía el dramatismo global de la actual, sí fue traumática para mucha gente, al llevarse por delante todo el patrimonio histórico industrial del país. Fue entonces cuando cesó para siempre la enorme inmigración del resto de España, que lo había transformado profundamente durante un siglo largo. También fueron los años más atroces del terrorismo etarra, que victimizó y acogotó a la población vasca, especialmente a la más joven. Y en el ámbito educativo se inició la euskaldunización. El país quedó entonces configurado sociológicamente tal como es hoy y con la semilla puesta para la nacionalización progresiva de sus generaciones venideras. Nada se hizo desde el Estado español por prever lo que se estaba fraguando ahí. Solo se atendían las urgencias: subvencionar el paro masivo y paliar el azote terrorista a medida que se producían atentados uno tras otro.

Los partidos constitucionalistas han actuado, durante todos estos años, a la contra siempre, con lo que al final se ha descubierto su secreto mejor guardado: se quedaron sin identidad. El socialismo arrastra, ya desde aquel primer Gobierno de Aguirre, un complejo de segundón en la política vasca del que nunca ha sabido desembarazarse, ni siquiera durante estos tres últimos años en el poder. Pensó que aquel gobierno mítico le integraba en la vasquidad: confundió lastimosamente el fin (salvar la II República española) con el medio (sumar al nacionalismo vasco en su defensa). El socialismo vasco nunca tuvo más identidad propia que la que le viene de La Arboleda y luego de Eibar, sus núcleos originarios. Para este partido se impone de manera urgente volver a su lecho originario, al Indalecio Prieto antisabiniano y españolista sin complejos, defensor de los oprimidos y los desplazados, como él desde su Oviedo natal y como toda la plana mayor del primer socialismo vasco venida con la primera industrialización: los Perezagua, Herboso, Ferreiros, Lapresa y Solano, todos inmigrantes, todos de fuera, como la mitad de la población vasca actual, esa que hoy vota mayoritariamente por PNV y Bildu y a la que nadie le ha preguntado nunca por qué ni para qué.

Pero es la derecha vasca españolista, y lo que ha representado históricamente en este país, la que tenía reservada en la política vasca, desde el inicio de la Transición, la mayor de las adversidades que se han conocido en nuestra historia política reciente: identificada de lleno con el franquismo en su versión fascista, hasta hoy, cuando todo un ex-lehendakari como Garaikoetxea todavía sigue identificando franquismo con fascismo, sin matices. Y eso que el fascismo franquista, o sea el falangismo, perdió muy pronto su ascendiente sobre el dictador desde la derrota del Eje, en favor del nacional-catolicismo, un catolicismo obligatorio en el que se sintieron perfectamente a gusto la inmensa mayoría de las familias vascas y navarras, incluida la del propio Garaikoetxea. Recordemos que para Sabino Arana su proyecto nacionalista se sustanciaba en una frase: «solo por Dios ha resonado», con lo que un régimen como aquel de Franco, apoyado en la Iglesia católica para todo, apenas suponía para los vascos cambiar de escalera en el ascenso al paraíso. ¿Cómo, si no, se explica que el mismísimo Luis Arana Goiri, el hermano del fundador, el que pasaba por ser más independentista que el propio Sabino, pudiera venir, traído por sus hijos, todos ellos bien instalados en Bilbao y alrededores, desde San Juan de Luz a Santurtzi, y pasar aquí, tranquilamente, a cuerpo de rey, como él mismo le relata en sus cartas a Lezo de Urreztieta, sus últimos diez años de vida, hasta que murió en su cama en 1951?

La derecha vasca españolista es, por eso, la que dentro del constitucionalismo más recorrido tiene por hacer y más fuentes a las que acudir en la búsqueda de su propia identidad perdida. Oñati puede ser la clave para empezar a regenerar el mensaje de la derecha vasca: allí se convocó en 1918 el Congreso que reunió lo mejor del autonomismo político y cultural vasco de entonces, con la asistencia de Alfonso XIII, y en el que el nacionalismo vasco solo aportaba una cuarta parte de asistentes y al que el socialismo vasco ni asistió. De ahí salió la Sociedad de Estudios Vascos–Eusko Ikaskuntza, que es el órgano intelectual que gestó el primer Estatuto de Autonomía, varios años anterior a aquel otro de Prieto y Aguirre, y allí se pusieron las bases para la creación de la Academia de la Lengua Vasca–Euskaltzaindia, en 1919, con la iniciativa pionera de Adolfo Gabriel de Urquijo, político dinástico, presidente de la Diputación de Bizkaia en 1906. Ese protagonismo cultural y político fue barrido luego por las consecuencias de la Guerra Civil y sus impulsores nunca se pudieron recuperar del trauma que supuso la pérdida de una época dorada para la cultura y para el euskera, sin imposiciones, sin generalizaciones absurdas y, sobre todo, sin que por ello se tuviera que cuestionar nunca la pertenencia a España. Esa derecha vasca españolista fue, sin duda, la que más sufrió con la supresión de los Conciertos para Vizcaya y Guipúzcoa y con la nefanda declaración de ‘provincias traidoras’. Una derecha vasca españolista estigmatizada desde el inicio de la Transición y de la que todos sacaron provecho porque en su identidad expoliada se comprimía toda la cultura y la historia vasca contemporáneas.

Pedro José Chacón, EL COOREO, 23/10/12