Equivocarse de Rey

Ignacio Camacho-ABC

  • Este legítimo brote de juancarlismo tardío no debe hacer olvidar que el Rey de España es el que está en ejercicio

Para que quede claro desde el principio: Don Juan Carlos siempre merecerá ser bienvenido en su patria, de la que nunca debió salir con el falso estigma de un exilio sin juicio, sin condena y hasta sin delito. Otra cosa es que él mismo haya estropeado su prestigio con escándalos que tampoco debieron jamás haber ocurrido. Tendrá que transcurrir un cierto plazo hasta que el tiempo restituya su enorme legado, nada menos que el de haber transformado la dictadura de Franco en un moderno y próspero régimen democrático. Pero ya pagó por sus errores el precio bien alto de un fin prematuro de su reinado, más la propina de verse forzado a fijar su residencia en un país lejano. Ahora tiene derecho a ir y venir cuando quiera -ya es un exceso de celo la prohibición de dormir ocasionalmente en la Zarzuela- y mientras más veces vuelva más pronto se normalizará su presencia y más cansinas se volverán las protestas de la extrema izquierda.

Conviene sin embargo que la sensación de un injusto castigo impuesto por el sanchismo no lleve a nadie a olvidar que el Rey de España es el que está en ejercicio. Y que la falta de ejemplaridad del padre, reconocida por él mismo aunque los hechos hayan prescrito y la inviolabilidad constitucional lo libre de reproche jurídico, ha creado graves problemas al hijo. Es la continuidad dinástica, el futuro de la Corona cómo símbolo de unidad nacional, lo que está en peligro porque una parte de la nueva sociedad española no le ve ya sentido. Y en ese difícil contexto este brote de juancarlismo tardío complica el esfuerzo de Felipe VI por mantener el difícil equilibrio al que le obliga la polarización del escenario político. El objetivo a preservar es la institución, la monarquía parlamentaria, y si hay algo que pueda tumbarla es parecer que se alinea con una tendencia determinada. Es decir, el error de Alfonso XIII que propició la deriva republicana y que Juan Carlos supo corregir al impulsar la reconciliación nacional como punto de arranque de su etapa.

El propio JCI sufrió en su momento críticas por la relación fluida que mantuvo con el poder socialista. A Don Felipe le han tocado circunstancias distintas: un Gobierno que le achica el campo, le echa a sus socios encima y reduce su papel a meras funciones decorativas. La Constitución, basada en la lealtad como premisa, no había previsto que la ya escasa autonomía real fuese sometida a esta suerte de intrusión ilegítima. Pero lo cierto es que el margen de actuación del monarca es muy limitado, y se lo estrecha más la cerrada confrontación entre bandos y un conflicto no poco dramático entre los afectos familiares y la razón de Estado. Los partidarios del sistema vigente deberían -deberíamos- facilitarle el trabajo. Más que nada porque si nos equivocamos de Rey, de responsabilidad, de época o de cálculo serán nuestras libertades las primeras víctimas del inevitable fracaso.