Creo que a este dato hay que buscarle alguna explicación añadida, sobre el maldito bicho, como causa del descalabro. Lo digo, porque una empresa no es un organismo que se desintegre en dos meses. Las empresas suelen tener agonías lentas y algunas eternas. No mueren por un ictus o un infarto, sino después de luchas agotadoras contra algún tipo de cáncer que les corroe por dentro. Puede ser por falta de adecuación de sus productos al mercado, por elevaciones de coste inasumibles o por incapacidad de seguir el ritmo del desarrollo tecnológico. También, claro está, hay muchos casos debidos a la incapacidad de la gestión y la acumulación de decisiones erróneas.
Pero todos ellos son procesos que, primero, se atisban, luego se concretan y más tarde afloran con intensidad. Eso no ocurre en un mes ni en dos. Es decir, la desaparición de empresas que se ha registrado en abril hunde sus raíces en meses o años anteriores. Lo cual, en lugar de aliviar, aumenta la zozobra, pues apunta a un número demasiado grande de empresas enfermas e inviables en nuestro tejido productivo.
Por el contrario, el descenso del número de los autónomos, que también es elevado -desaparecieron 1.083 en abril, el peor dato registrado en ese mes desde 2002-, sí puede estar relacionado con la pandemia, pues su proceso de desaparición es más corto, al ser sus estructuras operativas más livianas, muchas de ellas basadas tan solo en la actividad individual del titular.
No me gustaría darle motivos para alimentar mi merecida fama de cenizo, pero mucho me temo que este proceso continuará en los próximos meses y dudo que las medidas de los ERTE logren salvarlas. Pararán el golpe y limitarán el daño, pero este va a ser tremendo. Por eso, aquellos que proponen subidas de impuestos a la actividad empresarial deberían reflexionar sobre la situación actual. A las pequeñas les pasa esto y, ¿a las grandes? Pues recuerde que el Ibex-35 ha perdido 1.800 millones de euros únicamente en el primer trimestre. ¿Es el momento idóneo de apretarles más? Usted mismo.