Escraches: un problema de democracia

EL PAÍS 18/04/13
PATXO UNZUETA

Hoy se vota en el Congreso el proyecto de Ley de Protección de Deudores Hipotecarios elaborado por el Grupo Popular y que, aparte de recoger las modificaciones a que obliga la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la UE, refunde en teoría aunque de manera asimétrica elementos tomados de las propuestas que hay sobre la mesa: el decreto aprobado en diciembre por el Gobierno, la Iniciativa Legislativa Popular presentada por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y algunas enmiendas de otros grupos, incluyendo la planteada por los socialistas sobre la base del decreto ley del Gobierno de Andalucía que incluye la posibilidad de expropiación temporal de viviendas sometidas a procedimiento de desahucio.

El debate tendría que tomar en consideración datos recientemente conocidos, como que el 90% de los casi 39.000 desahucios producidos en 2012 lo fueron de primera vivienda, lo que desautoriza algunos intentos de relativizar el problema diciendo que la mayoría eran segundas residencias. Es un dato que influye en la valoración del efecto de la dación en pago: una posibilidad que alivia el drama cuando se trata de segunda vivienda, pero no cuando es la única casa familiar.
Otro dato de interés es que de todas formas la banca admitió esa fórmula en más de un tercio de los desahucios de primeras viviendas, lo que cuestiona el argumento de que esa fórmula es inaplicable salvo subiendo los intereses de los créditos hipotecarios; pero el más llamativo es que de las 800.000 hipotecas concedidas en los años de la burbuja, no pasan del 4% las que presentan problemas de morosidad.
Si el 96% está al corriente del pago resulta exagerado decir que algunas de las medidas propuestas ponen en riesgo el sistema financiero. Así acotado el problema, hay condiciones para que las instituciones financieras asuman parte del coste de las iniciativas destinadas a evitar o atenuar el drama de tantas personas víctimas de una insolvencia sobrevenida no dolosa.

Que no sea equiparable a ETA o los nazis no convierte en democrática esa forma de acción

Defensores de la Iniciativa Legislativa Popular han lamentado estos días que se esté prestando más atención a la forma de popularizarla (los escraches) que a su contenido. De entrada, si desvía la atención de lo importante, razón de más para renunciar a esa forma de acción política. Pero además, en el contexto de la crisis política actual, es una práctica peligrosa.
El fiscal general del Estado, Eduardo Torres Dulce, ha declarado que no debe “criminalizarse” cualquier reunión o manifestación, y que la fiscalía solo analizará los escraches que tengan “trascendencia penal”; y que, en todo caso, hay que aplicar un criterio de proporcionalidad entre los derechos de reunión y manifestación y los de intimidad, privacidad y a la propia imagen. Por su parte, la delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, ha indicado que se ha limitado a sancionar con multas a los promotores de concentraciones que no habían sido comunicadas a la autoridad, como exige la ley, y ello con independencia de que se hayan producido ante los domicilios de parlamentarios o en cualquier otro lugar.

El criterio del fiscal general es prudente, por más que en el Código Penal haya artículos que podrían tal vez aplicarse, como el 498, que contiene una referencia a quienes “coarten la libre manifestación de sus opiniones o emisión del voto” de los parlamentarios; o el 172, sobre el delito de coacciones, entre las que incluye el de quien sin estar autorizado “compeliere” a otro a hacer “lo que no quiere, sea justo o injusto”. También quiere ser prudente la delegada, pero deja de serlo al trivializar el problema como cuestión administrativa, ignorando lo singular de los escraches: que al producirse ante los domicilios (y las familias) de representantes de un partido concreto ejercen una presión injusta y de fuerte poder intimidatorio. Que los hijos de los señalados tengan que escuchar los gritos que califican de asesinos o criminales a sus padres no puede ser una acción política amparada por la libertad de expresión. Los defensores de esa forma de hacer política argumentan que comprenden que es molesto lo que hacen ante las casas de los diputados, pero que más lo es quedarse sin casa. Es un argumento retórico. Para ser válido habría que demostrar que lo uno justifica lo otro; también alegan que como los políticos no resuelven el problema, ni ellos tienen otra forma de hacerles escuchar sus razones, no tienen más remedio que actuar así. Es un argumento tan poco convincente como el de los piquetes informativos de las huelgas generales para justificar que obliguen a los tenderos a cerrar.

La equiparación de esta forma de presión con la practicada por las cuadrillas de acoso del entorno de ETA, insinuada por varios miembros del PP, resulta improcedente porque falta el elemento esencial del acoso etarra: la periódica intervención violenta de la banda dando credibilidad a las amenazas. Pero que determinados comportamientos no sean equiparables a los de ETA (o los nazis) no los convierte en democráticos. El objetivo reconocido por los impulsores de los escraches es presionar a los diputados del PP para que cambien su voto. Pero el efecto de esa presión no afecta solo a esos diputados, sino que condiciona también a los de los otros grupos, que no podrán dejar de pensar que si se sumaran a la propuesta del Gobierno, o incluso negociaran hacerlo si se admiten sus enmiendas, podrán ser también señalados y escrachados.

El problema no es, por tanto, solo de legalidad o no. Es un problema de democracia. Y por ello, los demás partidos, con independencia de su opinión sobre el proyecto de nueva Ley Hipotecaria, o del PP en general, están moralmente obligados a desmarcarse claramente de esa práctica. No de manera genérica y rutinaria, sino directa: diciendo que es un medio de acción política ilegítimo, no democrático. Y sin escapar del problema diciendo que el escrache es legítimo siempre que no implique coacción, hostigamiento, abuso o invasión de la intimidad. Porque esas características son consustanciales al escrache como método de presión. Y es esa forma de acción política, y no la causa invocada o las intenciones que mueven a los que la practican, lo que se cuestiona. También conviene recordar, frente a inercias muy arraigadas en algunos sectores, que iniciativas que pudieron ser legítimas frente a la dictadura dejaron de serlo en condiciones de democracia.

Se trata de una práctica injusta, pero también peligrosa, como ha advertido Felipe González

En la primavera de 2003, coincidiendo con el inicio de la guerra de Irak, miles de personas asediaron y ocuparon, o lo intentaron, numerosas sedes del PP a los gritos de asesinos y fascistas. Zapatero condenó esos ataques, aunque no llegó a hacer en aquel momento lo que bastantes de los suyos hubieran esperado: que declarase que el PP era un partido democrático que contaba con la legitimidad que le habían dado los españoles en las elecciones.

Pero unos años después, el 10 de noviembre de 2007, intentó decir eso mismo en la última jornada de la XVII Cumbre Iberoamericana, celebrada en Santiago de Chile. El entonces presidente venezolano Hugo Chávez había calificado a Aznar de fascista y Zapatero pidió la palabra para decir que si bien estaba “en las antípodas” de las ideas del expresidente, este fue “elegido por los españoles, y exijo, exijo…”. En este punto le interrumpió Chávez con nuevos denuestos contra Aznar que a su vez intentó atajar el Rey con su famoso: “¿Por qué no te callas?”.

El escrache es una práctica injusta, pero también peligrosa, como ha advertido Felipe González al hablar del deslizamiento hacia un “anarquismo disolvente”. Pues en el marco de la actual crisis política, caracterizada por el desprestigio de la política institucional, la pretensión de que es legítimo ignorar la ley o las sentencias, y el traslado a la calle (y a los medios) del sectarismo extremo que preside las relaciones entre partidos, dejar pasar como normal esta forma de acción política podría estimular ciertas dinámicas antidemocráticas.

Ya hay sectores que contraponen la legitimidad inmanente que atribuyen a la protesta radical, a la emanada de las urnas. Y ha dejado de ser inverosímil la extensión de esos métodos coactivos a cualquier colectivo y en relación a cualquier problema. Lo que ha dado alas para que una minoría imagine alardes como ese de convocar un asedio al Congreso de los Diputados hasta que acepte disolverse, dimita el Gobierno y caiga el régimen.