PEDRO CHACÓN-EL CORREO

  • La obra de Raúl Guerra Garrido cuenta la realidad mejor de lo que entendimos como tal en los años del terrorismo quienes vivíamos aquí

Me lo dejó escrito el propio Raúl, de su puño y letra, allá por el verano de 2017, en la dedicatoria de su libro de artículos ‘Tertulia de rebotica’: «Para Pedro Chacón, amigo y paisano de ese pueblo que no somos. Con ese largo abrazo de siempre». Ahora que ya no está, que nos acaba de dejar, siento una punzada de dolor y de pena que me acogota y me deja como exhausto. Pero sé que lo único y lo mejor que puedo hacer por él, en estos momentos de enorme aflicción, es recordarle por su obra, que fue el motivo por el que me acerqué a él y por el que también conocí luego su gran humanidad.

Recuerdo que cuando empecé a leer por primera vez la obra de Raúl Guerra Garrido la sensación que iba tomando poso en mí, y que se corroboró y acrecentó aún más tras conocerle en persona, fue la de la enorme distancia que separaba lo que ahí se cuenta, de diversos modos y enfoques, de la sociedad vasca en la que vivíamos respecto de lo que esa misma sociedad vasca realmente dejaba traslucir a quienes la vivíamos entonces. Y estoy hablando de los años 80 y 90 del siglo pasado.

Era para mí como si la verdadera realidad del País Vasco de entonces estuviese más en sus libros, en su literatura, mientras que lo que nos llegaba por los medios de información, aderezado por declaraciones políticas de todo tipo, fuera un mero remedo de dicha realidad, codificado, adulterado, manipulado, en definitiva relativizado, por una política que se movía entre dos extremos, el de aquí, dominado por la visión nacionalista vasca y el de ‘Madrid’, dominado por la otra visión, la supuestamente española, pero que también nos resultaba extraña, bien porque siempre acababa contemporizando con el nacionalismo que nos agobiaba o bien porque emitía unos mensajes que también nos resultaban ajenos a nuestras propias vivencias.

En las novelas de Raúl Guerra Garrido me sentía como en casa, como en mi pueblo, un pueblo que no existía en la realidad, «ese pueblo que no somos», que a nadie parecía interesarle que existiera, que nadie concebía así, desde esa verdad radical de lo que somos, no de lo que otros quisieran que fuéramos y no de lo que otros como nosotros querían aparentar ser sin serlo. Así lo viví yo desde ‘Cacereño’, que es de 1969, donde ya se percibe, se huele, la catástrofe humanitaria que ETA estaba empezando a tejer aquí, para desgracia de nuestras vidas. Todos empezamos a morir un poco con las atrocidades de ETA, que nos dejaron marcados para siempre y que nos sobrevinieron además en lo mejor de nuestra vida. ¿Qué hicimos mal para que nos tocara semejante bola del bombo de las vilezas con las que la Humanidad se empeña en lastimarse a sí misma mientras estamos en este mundo?

En la última etapa de su obra, desde ‘El otoño siempre hiere’, que es del año 2000, Raúl estaba especialmente preocupado por el tema de la identidad. Recuerdo que ahí aparece esa frase que tanto me sobrecogió: «Cómo me cuesta el asumirlo, que me encantaría ser de mi pueblo». Él acabó convencido de que, sin pueblo propio, sin pueblo de verdad, nos falta una buena parte de nuestra condición humana. Y que todo lo que sea un sucedáneo de ese pueblo, en el que otros nos quieren meter a la fuerza, nunca será como el nuestro de verdad.

Creo que en esa novela se convenció de que su pueblo solo estaba en su literatura. Porque en esa novela va al Bierzo, a León, de donde procedía él mismo, pero no deja de acordarse de sus otros lugares de vida, bien fuera de Madrid y sobre todo de San Sebastián. ¿Pero dónde estaba su pueblo de verdad? Yo hoy me siento más que nunca paisano del pueblo de Raúl, vecinos del mismo pueblo, porque nuestro pueblo de verdad existe, sí, mientras lo sintamos como propio. Lo de menos es que no le hayamos puesto nombre todavía.

Nuestro pueblo está en ‘Cacereño’, en ‘Lectura insólita de El Capital’, en ‘La costumbre de morir’, en ‘La carta’, en ‘Tantos inocentes’. Ahí está nuestro pueblo de verdad porque ahí se cuenta la realidad mejor que lo que entendimos como tal, durante los años del terrorismo, quienes vivíamos aquí, quienes padecimos aquella sarta de inhumanidades cuando podríamos haber vivido otra vida más plena, más auténtica y sobre todo más feliz. Siento ahora la ausencia de Raúl como si fuera la ausencia de mi pueblo, el que yo, junto con paisanos como él, hemos tenido que construir para poder vivir nuestra propia vida aquí, la nuestra de verdad, no la que otros quieren que vivamos.

Y me acuerdo de Maite, su mujer, de lo enormemente sola que se habrá quedado. Recuerdo la dedicatoria que le escribió Raúl en su ‘Cuaderno secreto’, donde cuenta lo que sufrieron cuando les quemaron la farmacia familiar en San Sebastián: «Aún no había entrado Maite en mi vida, pero ya la aguardaba con impaciencia». Querido Raúl, nos vemos en el pueblo.