Luis Ventoso-ABC

  • En la epidemia se ha visto una sociedad que pierde la visión trascendente

Era el ser humano un bicho cazador-recolector, desvalido y peludo, y ya buscaba amparo en lo trascendente. Nuestros remotos ancestros del Paleolítico podían ser unos brutos, pero cuidaban sus ritos funerarios. Enterraban a los suyos junto a sus herramientas o animales, lo que indica que confiaban en que la muerte no cerraba el viaje. Luego llegaron los cultos a las grandes bestias, al Sol y la Luna, a deidades antropomorfas… Y aparecieron los rituales chamánicos, los brujos con poderes, los santones… y finalmente, las religiones de la escritura, con sus luces y con sus sombras de interminables guerras de fe.

Desde la noche de los tiempos abrazamos como una remota esperanza lo espiritual, lo sagrado, lo divino. Parecía consustancial a  nuestra naturaleza, porque un animal capaz de razonar no se resigna a asumir sin más que sus horas son finitas, que solo nos aguarda una gran nada, que toda nuestras biografías son un fútil reguero de naderías, nanoceniza absurda extraviada en la línea infinita del tiempo. Pero en la Europa de hoy esa vertiente religiosa se extingue. Se ve suplantada por una noñería laica de frases huecas y estandarizadas, o por un humanismo vago, de new-age recalentada, que me temo que al final dejará los corazones más vacíos que cualquiera de las versiones de la piedad judeo-cristiana que sostenían nuestra civilización.

Me ha asombrado -y entristecido- la mínima presencia en España de lo espiritual ante una tragedia que puede haber costado más de 40.000 vidas. Con una frialdad que intimida, se ha despedido a los muertos como meras anotaciones en una hoja de cálculo. En un país donde todavía se declara católica más del 65% de la población, no existe político, de izquierda o derecha, que se atreva a decir en público un simple «rezaré por ellos», o «mis oraciones están con los fallecidos». La muerte estorba en una sociedad que no admite el fracaso. El pensamiento imperante -que es el que es- contempla la religión como una muleta superflua (y conservadora, y por tanto, a erradicar). Y sin embargo… el ser humano necesita creer. Así que recurrimos a placebos, nuevas formas de fe practicadas con un fervor cuasirreligioso: el «progresismo», el populismo, los sacrosantos nacionalismos, el énfasis obsesivo en causas en origen justas, pero llevadas a una empalagosa politización/espectáculo, como la feminista y la arcoíris. En muchas vidas, lo más parecido a una creencia es el apego irracional a un club de fútbol.

La fe es un regalo personal. Merecen todo respeto quienes por temperamento, o por una conclusión intelectual, no creen en algo trascendente. Pero apena vivir en una sociedad donde solo nos espera el horno de un tanatorio con arquitectura de bingo, el «Canon» de Pachelbel sonando enlatado en una ceremonia «humanista» -para no molestar- y un rápido pasar página, hasta que llegue el siguiente bulto rumbo a la nada. Siento nostalgia de los velorios panteístas que conocí en la Galicia ancestral de mi niñez, donde parecía que conversaban vivos y muertos, donde se daría por cierta cualquier cosa, menos pensar que la vida tiene un final.