ABC 17/04/15
CARLOS HERRERA
· España es una tierra que insiste en respirar, como un León en la agonía, a pesar de padecer la dejación de los propios
UNA muestra de cómo la mediocridad crece como las marejadas y se transforma en una astilla en la yema del tiempo es que un presidente autonómico haya aprovechado una cumbre europea sobre yihadismo e inmigración como la de Barcelona para hablar… de su entronque con el Imperio Carolingio. Como si a los ahí reunidos para debatir acerca de las amenazas y las avalanchas les importase algo de dónde considera este sujeto que vienen los catalanes. No es nuevo y sí previsible: trepando sobre los hombros de los fantasmas, un día y otro, un puñado de pobladores de esta Patria de piel arrugada como un lienzo se empecina en darse voluntariamente de bruces sobre el olvido. En deshacer los nudos de la vida común. En desmontar andamios, devastar cimientos y mostrar España como un proyecto comunitario forzoso o, en todo caso, presentarla como un engrudo administrativo carente de sentimiento alguno. Conviene detenerse en ello.
España es una tierra que insiste en respirar, como un León en la agonía, a pesar de padecer la dejación de los propios. Pero hablar de ella no ha comportado crédito ni autoridad a quien ha pronunciado su nombre a conciencia, paladeando o no sus sílabas, deletreando o no sombras anudadas a destellos. Haberla considerado una Nación se ha tenido, incluso, por ofensivo. Y da la impresión de que ya no puede ingeniar nada para satisfacer a sus caudillos locales ni desdibujarse más a favor de estructuras menores. Puede conceder la independencia a quien se la pida, pero eso no significa más que acumular andrajos en los próximos huecos del tiempo y abandonarla entre puñales. Es cierto que resultan menos épicos los estados que las naciones y que los primeros son los que solucionan los problemas, que poseídos de fábulas no conseguimos organizar nuestro bienestar; pero también lo es que lastimar obstinadamente a la Nación desde su pila bautismal impide a los ciudadanos sentirse partícipes de un vapor emocional colectivo tan imprescindible para los éxitos comunes como la administración organizada de las cosas. Nadie debe considerar obligatorio vibrar al paso de la bandera con azulinas lágrimas de modistilla, pero tampoco tenerla por media libra de tela cuyo mejor destino es el cuarto oscuro, como aquellos que consideran cierto el cuerpo pero equivocada la sombra. De la misma forma, nadie debe impedir al caballerete nostálgico del Imperio Carolingio sentirse todo lo catalán que quiera y vivir plenamente en catalán. De hecho, nadie lo hace. Lo que sí se le impide, y lo hace la Ley, es que obligue a ser exclusivamente catalanes a los que quieren compartir su catalanidad con el resto de los españoles. Debería también vedarle hacer el ridículo en foros internacionales, pero me temo que eso ya no está al alcance del legislador. Tampoco lo está solventar la prevención general de diversas élites a exhibir satisfacción alguna, siquiera mediante labios taciturnos, al tránsito colectivo de España por las barricadas del reloj. Parece cual si un negro dedo les fuera a asignar el carácter harapiento de un arbusto (a veces, dijo el poeta, los arbustos crecen tanto que sostienen el peso de los cielos). Y no deja de llamar la atención que la inmensa mayoría esté al acecho de alguna oportunidad consentida –un Campeonato del Mundo de algo– para desatar las ansias y desempolvar enseñas y vítores como un niño aprovecha un permiso paterno para revolcarse en un charco.