JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 21/01/16
· «Muchos años viviendo en democracias consolidadas me han enseñado que sólo desde la razón, la paciencia y la calma pueden abordarse con posibilidades de éxito problemas tan graves como la crisis económica aún no resuelta y la secesión catalana ya en marcha. Sin olvidar nunca que la democracia se funda en el respeto de la ley. Violarla o permitir que se viole no soluciona los conflictos, los ensancha hasta que explotan»
¿Has visto cómo está esto?», me pregunta, tras varios meses de ausencia, un conocido, antes incluso de felicitarnos el nuevo año.
«¿Te das cuenta de adónde hemos llegado?», me dice otro, extendiendo el brazo alrededor, como abarcando toda España.
«Debiste quedarte en América», aconseja el más preocupado.
«Es lo que hemos querido», respondo a todos ellos, que se quedan estupefactos. No me entienden y tengo que aclarárselo: «Es lo que hemos votado, ¿no?». Tras recobrarse de la sorpresa, las actitudes varían, aunque no demasiado: «Sí, pero no para esto». «Lo que tienen que hacer es entenderse». «Harán lo de siempre, muchas promesas y, luego, nada de nada».
Lo que confirma que los españoles no hemos entendido todavía la democracia. Pensamos que votar es una válvula de escape de nuestros humores, sobre todo los malos, sin mayores consecuencias. O una lotería en la que, si hay suerte, nos toca el gordo de que «los nuestros» alcancen el poder, con lo que se acabaron nuestros problemas. Para dedicarnos a lo nuestro, a lo que nos gusta, mientras los políticos se encargan de arreglar o desarreglar los asuntos del país. Y la democracia no es eso. La democracia es una participación activa y constante en los asuntos comunes. Lo que significa responsabilidad a la hora de delegar en alguien la parte de soberanía nacional que nos corresponde, para que la ejerza en nuestro nombre.
De ahí que el voto de simple protesta sin pensar en las consecuencias, al que somos tan aficionados, se convierta a menudo en boomerang, y el desencanto sea la resaca de nuestras elecciones. ¿Ejemplos? A mantas. La indignación que nos produjo enterarnos de que no éramos tan ricos como creíamos, sino, al revés, que estábamos al borde de la quiebra, trajo la mayoría absoluta del PP en 2011, del mismo modo que las duras medidas de ajuste que aplicó el Gobierno Rajoy para evitar la bancarrota e iniciar la recuperación, han traído su sangría de votos en 2015. Con el corolario de unos resultados electorales que parecen un jeroglífico o un rompecabezas, con alguna rodando por el suelo, como ha ocurrido en Cataluña. Pero es lo que hemos elegido, ¿no?
El rencor no es un buen consejero en ninguna situación y puede resultar suicida en tiempos de crisis, al confundir nuestros deseos con la realidad y llevarnos a la incongruencia y el paroxismo. No se puede criticar el viejo bipartidismo y sentirse incómodo con el nuevo multipartidismo, como les ocurre hoy a tantos españoles. Ni decir que se defiende la unidad de España a la vez que se prestan senadores a quienes intentan cuartearla, como hace Pedro Sánchez. Ni presentarse como limpios de polvo y paja después de haber recibido dinero de la Venezuela de Chávez y del Irán de los ayatolas. Ni advertir que no se tolerará el más mínimo paso hacia la independencia a los nacionalistas y permitir que se pasen por el arco del triunfo la Constitución al jurar sus cargos, como ha hecho el Gobierno Rajoy. Soy el primero en reconocer que gobernar en democracia es difícil, sobre todo en un país como el nuestro que tiene una idea muy superficial de ella.
Como sé que no existe una fórmula mágica para resolver los problemas contentando a todos, algo que sólo pueden sostener los farsantes que, aprovechando el desconcierto general, proliferan en las crisis. Pero muchos años viviendo en democracias consolidadas me han enseñado que sólo desde la razón, la paciencia y la calma pueden abordarse con posibilidades del éxito problemas tan graves como la crisis económica aún no resuelta y la secesión catalana ya en marcha. Sin olvidar nunca que la democracia se funda en el respeto de la ley. Violarla o permitir que se viole no soluciona los conflictos, los ensancha hasta que explotan por las contradicciones acumuladas en su seno.
El liberalismo que ha presidido el pensamiento democrático durante los dos últimos siglos había convertido en dogma –algo antiliberal– que a través del diálogo, la negociación, las concesiones mutuas y la flexibilidad de posturas podían resolverse todos los problemas. Suele ocurrir en la mayoría de los casos. Pero ¿y si una de las partes se encastilla en sus posiciones y no acepta ceder? ¿Y si lo quiere todo, incluida la rendición de los principios de la otra? ¿Nos rendimos, o vamos al choque frontal? Rebobinando la historia: ¿hicieron bien las potencias occidentales en ceder en Múnich ante un Hitler que se había apoderado de Checoslovaquia? ¿Han hecho bien al ceder ante Putin tras anexionarse Crimea? Son preguntas de enorme calado y tremendas consecuencias, por lo que admito que pueden tener distintas respuestas, pero personalmente creo que el respeto de la ley es una línea roja que no debe traspasarse nunca y no ya por cuestión de principios, sino porque sus consecuencias prácticas, repito, empeoran la situación.
Yen los últimos tiempos –¿o es desde el principio de nuestra joven democracia?–, en España, se ha violado con demasiada frecuencia tanto la letra como el espíritu de la ley, hasta el punto de llegar a proclamarse que no se obedecerán aquellas leyes que no gustan o que no se tendrán en cuenta las sentencias de los más altos tribunales. Sin que pasase nada, que es lo más grave. Por ese camino sólo puede irse a la ley, si ley puede llamarse, de la selva: al imperio del más fuerte, del más osado, del menos escrupuloso. Un retroceso de siglos en la larga marcha hacia el progreso y la convivencia.
No se da sólo en España. Desde la extrema izquierda y desde la extrema derecha, la democracia está sufriendo el mayor asalto desde el sufrido en los años treinta del siglo pasado. Y el miedo, la incertidumbre, los cambios de toda índole que ha sufrido el planeta en las últimas décadas, hacen que sean muchos los que buscan refugio en ideologías que creíamos desahuciadas –nacionalismos, comunismos–, pero que la corta memoria de las nuevas generaciones y el miedo de las viejas las han resucitado. En el Centro y Este de Europa, es la extrema derecha la que crece.
En los países mediterráneos, la extrema izquierda. Con el añadido en España de un nacionalismo que no ceja en su empeño de secesión. Nuestro próximo gobierno, el que sea, va a necesitar todo el tiento, el pulso, la paciencia y la firmeza para hacer frente a ese doble desafío, para evitar que nuestra nación y Estado vuelen por los aires.
JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 21/01/16