Es bien sabido, entre quienes conocen y respetan los principios de la democracia liberal, que la alteridad o reconocimiento del otro, según la definición del erudito en la materia Enrique Baca en su obra La construcción del enemigo (2024), junto con la observancia del Estado de Derecho, son consustanciales con su existencia y funcionamiento. Sin ese “otro” que representa la posible alternativa para el ejercicio del poder, la democracia se convierte en una perversa e incivilizada institución al servicio de líderes como los Putin y Maduro de nuestro tiempo.
Todo empezó el 14 de diciembre de 2003, cuando los socialistas e independentistas catalanes firmaron el Pacto del Tinell que excluía la posibilidad de cualquier pacto de gobierno o establecer acuerdos de legislatura con el PP, tanto en la Generalidad como en las instituciones de ámbito estatal. Posteriormente, tras perder las últimas elecciones generales en julio de 2023, Sánchez se abonó a un ridículo concepto –“fachosfera”– que incluye a todos los españoles -incluso dentro de su propio partido, como González, Guerra y un largo etcétera- que rechazan sus cambiantes políticas; sean cuales sean.
En su muy recomendable y citado libro, Baca nos recuera al maestro Laín Entralgo, para quien el mensaje cristiano original supuso la primera consideración histórica del otro como realidad a tener en cuenta, a partir de la radical igualdad de todos los seres humanos que, primero la Revolución americana y después la francesa materializaron en sus constituciones.
Esta concepción se vio perturbada, medio siglo después, cuando se publicó el Manifiesto Comunista de Marx & Engels, que “planteó una nueva formulación de la alteridad basada en clases sociales…necesariamente enemigas entre sí. La práctica del leninismo y del estalinismo expresaron con toda su crudeza la construcción hegeliana de la alteridad convertida en realidad política por Marx”. Por otro lado, “el nazismo repetiría la división social en función de la raza”.
«El fanático se defiende atacando a todo lo que cuestione su trinchera, la suya, única y verdadera, en la que habita en perpetua vigilancia contra los enemigos de fuera»
También nos recuerda el profesor Baca que para “Carl Schmitt– miembro del partido nazi y alabado por filósofos marxistas– claro enemigo de las democracias de corte liberal, el enemigo es simplemente el otro que está en contra de mi posición”. Añade además que “alteridad es la forma y contenido con las que el otro se presenta ante nosotros. Es un concepto que se desprende de las reflexiones que el “yo” hace de sí mismo. Así, el fanático se defiende atacando a todo lo que cuestione su trinchera, la suya, única y verdadera, en la que habita en perpetua vigilancia contra los enemigos de fuera”.
Hasta aquí algunas citas de un muy reconocido y emérito catedrático de psiquiatría, que sirven para enmarcar conceptualmente la deriva política de Sánchez, que lejos de originarse en lecturas de Schmitt, simplemente reproducen las pretéritas conductas políticas del revolucionario y antisistema PSOE, antes de que Felipe González lo civilizara para el bien de España. Es decir, las mismas que se pusieron en movimiento en 1934 y en febrero de 1936.
Recordemos a tal efecto algunas andanzas del PSOE histórico que recuerdan al de ahora:
- Lideró en 1931 la redacción de una constitución republicana copiada de la de la URSS, la revolucionaria de México y Bulgaria; escasamente liberal y aprobada de prisa y corriendo en el parlamento contra -al menos- la mitad de los españoles y sin que fuera sometida a referéndum alguno.
- Dio un golpe de Estado desde Asturias con la excusa de que el partido que había ganado claramente las elecciones generales no podía gobernar, porque era de derechas; la “fachosfera” de ahora.
- Proclamó una amnistía de los delitos del 34 tras unas elecciones fraudulentas en febrero del 36, con la consecuente toma del poder por “el pueblo” de las instituciones.
Al histórico PSOE revolucionario ajeno a la tradición socialdemócrata del resto de Europa le sucedió, felizmente, el que lideró Felipe González que lo reconvirtió -con sus aciertos y errores- en un partido socialdemócrata claramente integrado en el Estado de Derecho con muy reconocibles y valiosos logros históricos:
- El abandono del marxismo y sus viejos afanes revolucionarios.
- El ingreso en la OTAN.
- Su imprescindible protagonismo en nuestra muy lograda Transición política y la redacción de una constitución para todos los españoles.
- Su aceptación de la derrota electoral del 3 de marzo de 1996 y la alternancia política, aun cuando pudo haber agrupado 190 votos en aquel Congreso, según reveló recientemente Ignacio Varela en El Confidencial.
Hubo que esperar a la Transición española para que el Partido Socialista hiciese lo que muchos otros partidos socialistas europeos hicieron en los años treinta, y ahora, tal vez arrepentidos de su moderación que los hizo un partido central de nuestra democracia, vuelven a Largo Caballero.
Porque el socialismo español del siglo XXI, liderado por Zapatero y Sánchez, ha regresado a sus viejas y deplorables esencias. No han necesitado leer a Schmitt -¿sabrán que existe?– ni recurrir a la dialéctica marxista -les sobra con aconsejar e imitar a Maduro-; en todo caso, Sánchez ha aportado la novedad de incorporar a la política las ocurrencias del cómico Groucho Marx, repitiendo sin cesar su popular máxima: “Estos son mis principios, y si no le gustan tengo otros”.
Somos más los españoles devotos del Estado de Derecho y de la aceptación del otro, que los que se sitúan en el otro bando; el de la incivilización
El triste lema “Spain is different” de los pasados años 60, referido al incipiente turismo, regresa de nuevo de las manos socialistas para asemejarnos a las repúblicas pseudodemocráticas de Hispanoamérica y oriente próximo ajenas por completo al Estado de Derecho y la democracia liberal. Ante la sucesión de acontecimientos que cada vez nos alejan más del mundo serio y civilizado en el que todavía estamos integrados, quizá haya llegado la hora de que los españoles aceptemos el reto de la división entre amigos y enemigos; eso sí, dejando claro que tal enfrentamiento debe estar claramente definido mediante un concepto claro, indiscutible y crucial para cualquier sociedad de nuestro tiempo: el Estado de Derecho.
Por un tiempo, hasta que recuperemos la normalidad institucional, la batalla dialéctica de España debiera estar asociada -más allá de ideologías al uso- a la aceptación de la existencia del otro -como felizmente sucedió, honrando así nuestra democracia, aquella memorable noche del 3 de marzo de 1996–, de suerte que quien sustituya el otro por un irreconciliable enemigo político, sea expulsado de la política.
Afortunadamente, todo indica que somos más los españoles devotos del Estado de Derecho y de la aceptación del otro, que los que se sitúan en el otro bando; el de la incivilización.
Se trata de que la sociedad, los medios de comunicación y los partidos políticos que integramos la ‘fachosfera’, o que como ellos también proclaman, estamos “al otro lado del muro”, intentemos elevarnos por encima de las miserias del actual Gobierno y sus adláteres, para plantear una única cuestión: ¿Está usted a favor o en contra del Estado de Derecho y la verdadera democracia?