GABRIEL ALBIAC-EL DEBATE
  • La República Catalana ejercerá su protectorado sobre las finanzas del Reino de España. Y al cipayo Sánchez se le pagará casa y mantel en la Moncloa
Pedro, el Aragonés Muy Honorable, ha dado con la fórmula. Y al Pedro de Madrid, el Sánchez de Begoña Gómez, no va a desagradarle. El de la plaza de San Jaime tampoco es que haya inventado la pólvora. Se ha limitado a recuperar la popular «evidencia» sobre la cual se cimentó el racismo más reaccionario en la Cataluña de la segunda mitad del siglo XIX. Le encantará al de Moncloa.
¿La «evidencia»? Muy sencilla. Y muy propicia a caer simpática entre la burguesía rural que dominaba el antiguo condado tras las guerras carlistas. Se resume en un hecho, juzgado incontrovertible: España, en su conjunto, es un bantustán. O, mejor, una amalgama heterogénea de bantustanes. Irremediablemente africanos, desde Algeciras hasta los Monegros. Recae sobre Cataluña, único territorio europeo en la península, la providencia histórica de ser la locomotora que –bien que les pese– vaya sacando a esos muertos de hambre de su complacido subdesarrollo y de su pereza. Bajo el colonialismo más ortodoxo, la laboriosa Cataluña habría así de imponer, sobre la población sierva que la rodea, un modelo de protectorado estricto: el de los británicos sobre la India o el de franceses e italianos sobre el norte de África. Era un proyecto inequívocamente filantrópico: sacar del salvajismo a las tierras estériles de lo que, en su jerga, era llamado el territorio de improductivos «hidalgos» castellanos y asomarlos, quisieran o no, a la productividad moderna. Todo era beneficio. Disciplinario para los indolentes protegidos. Y monetario, of course, para los avispados protectores, que obtendrían así mercado cautivo y mano de obra barata.
Lo verdaderamente maravilloso es contemplar a don Pedro Aragonés –a quien los suyos llaman «president» no se sabe de qué cosa, aunque él y los suyos creen saberlo– soltar semejantes salvajadas, entre neocoloniales y siempre racistas, con la sonrisa impávida de quien formula una evidencia caritativa.
Cito su caridad: la República Catalana, que él preside, estaría humanitariamente dispuesta a echar una mano a los zulúes de la península sin nombre, mediante una bondadosa «cuota de solidaridad», esto es, a través de una hucha a la que llama «fondo de reequilibrio», para que los más inhábiles de los salvajes mesetarios y andaluces puedan ir tirando: no es bueno que la mano de obra barata se te muera de hambre. Eso sí, esa ayuda «sería limitada en el tiempo» y estaría férreamente «condicionada al cumplimiento de objetivos», que, naturalmente, correspondería al Muy Honorable fijar y controlar. Que ningún vago castellano vaya haciéndose ilusiones de hidalguía improductiva. Sólo habrá limosna de supervivencia si el limosnado puede exhibir las justas «mejoras en su productividad y competitividad». El árbitro decidirá de todo. Y el árbitro se llama, hoy, Aragonés. Puigdemont, mañana. Pasado, el demente racista al que toque turno. No es que sea muy nuevo tampoco. Mi amigo Agapito Maestre lo diseccionó ya en su Entretelas de España: en el catalán rural y racista de finales del siglo XIX, dícese España del conjunto de las colonias que debe administrar y rentabilizar la hacendosa Cataluña.
Que, después de una salvajada tal, no hayan comparecido los loqueros para guiar al Honorabilísimo, amablemente, camino del frenopático en donde, al menos, puedan sedar algo sus delirios, sugiere graves fallas en el sistema sanitario español. Que, después de eso, los «progresistas españoles» de PSOE-Sumar-Podemos no lo hicieran esposar por la guardia civil camino de presidio, bajo flagrante delito de racismo, odio y otras lindezas, sólo puede interpretarse como estupefaciente sordera. Jamás la izquierda española, en los años que van desde final del XIX al primer tercio del XX, cuando floreció esta barbarie, toleró que ningún tendero barcelonés llamara a convertir los territorios españoles en colonias administradas bajo el control financiero que pluguiera a intereses locales. Todos estaban de acuerdo en eso con las sensatas palabras de Ortega y Gasset: «no es posible entregar a Cataluña ninguna contribución importante, integra, porque eso desconectaría la economía general del país».
Tiene nombre ese proyecto: se llama «protectorado». Según el diccionario de la RAE, «modalidad de administración por la que, mediante un tratado internacional, un Estado ejerce el control… sobre un territorio en el que existe una entidad política dotada de autoridades propias». Traducido al presente: la República Catalana ejercerá su protectorado sobre las finanzas del Reino de España. Y al cipayo Sánchez, se le pagará casa y mantel en la Moncloa. Puede que funcione.