José María Ruiz Soroa-EL CORREO

  • El poder político no conoce hoy en España más límite que el de su propia osadía. Resta solitario, aunque ya gravemente tocado, el poder judicial

Me disculparán el uso de este expresivo título que en el entorno bíblico nos remite a la lucha apocalíptica y final entre dos principios como el bien y el mal. Lo hago porque pretendo describir con adecuado énfasis el espectáculo que nos espera a los españoles en los próximos meses, una vez que entre en vigor esa ley de amnistía calificada de «referente mundial» por el pelota de turno y más sencillamente caracterizable como la apoteosis de la arbitrariedad disfrazada de norma jurídica.

¿Por qué tal lucha? Pues porque con la nueva ley el Gobierno y su mayoría parlamentaria pretenden imponer al Poder Judicial integrado por los tribunales ordinarios de justicia una ‘solución final’ a la que estos se van a oponer denodadamente. El Tribunal Supremo ya ha avisado con su auto sobre Tsunami Democràtic, y la traca continuará sin duda con cuestiones previas de europeidad y constitucionalidad que suspenderán por años la efectiva entrada en vigor de lo que quede de la ley para entonces. Una amnistía efectiva es así impensable este año y el que viene. Puigdemont irá a la cárcel si regresa, con ley o sin ella.

Pero, por su lado, el Gobierno y el Parlamento están presos de la dinámica que han puesto en marcha y de sus deudas políticas, y se verán obligados a reaccionar contra los tribunales mediante acusaciones de prevaricación y comisiones de ‘lawfare’, de momento, y quizás mediante nuevos engendros legales que intenten arrebatar la competencia de aplicar esta ley a los tribunales ordinarios.

Lo de menos es la picaresca leguleya con que se disfrace, porque lo relevante es que vamos a presenciar la batalla definitiva para establecer de una vez por todas ‘quién manda aquí’, bien el poder político vestido de Gobierno parlamentario y popular, bien el poder judicial con sus togas. O, dicho de otra forma, vamos a asistir a la postrera operación de derribo del ya tambaleante Estado de Derecho español. Porque de eso se trata, amigo lector, no de las ocurrencias o cambalaches de los socialistas en este caso.

La democracia no peligra en España, si entendemos por democracia su núcleo esencial, el poder de la gente de echar a un Gobierno cuando le place sin necesidad de violencia. Pero la democracia liberal, esa que añade a lo anterior un sistema de reglas e instituciones sobre cómo se ejerce el poder, sus límites, sus contrapesos, sus controles…, esa está dando boqueadas. La dinámica desatada por los partidos políticos (todos) desde el cambio de siglo, la desaforada colonización de las instituciones y su reparto entre el personal adicto a modo de pago por su lacayuna fidelidad, ha pervertido la composición y funcionamiento de todas las instituciones de control. El poder político no conoce hoy en España más límite que el de su propia osadía.

Resta solitario, aunque ya gravemente tocado, el Poder Judicial. Probablemente porque es un poder atomizado que reside en la conciencia de miles de jueces, a los que se intenta dirigir indirectamente desde arriba, pero a los que no se puede sustituir por personal adicto. De momento, por lo menos. Y de ahí que lo que se prepara sea un Armagedón contra ese poder que no acaba de dejarse colonizar como los demás. La vieja escisión entre política y derecho, entre el emperador y los jueces de Berlín, entre la voluntad popular y las reglas del juego.

Es relevante subrayar que la cultura política tradicional en España no valora especialmente el control judicial del poder, se inserta en una matriz continental diversa de la anglosajona. La historia de nuestro Estado centra su foco en el Gobierno como actor todopoderoso que maneja al Parlamento (cuando lo hubo). El control judicial no merece atención y fue casi inexistente, en el pasado por el sencillo método del traslado forzoso de los jueces a conveniencia del ejecutivo. Ni siquiera en la tan mitificada Segunda República encontró el Gobierno un contrapeso judicial a sus decisiones: entre las Leyes de Defensa con sus suspensiones de derechos, los estados de alarma y la posibilidad de traslado de los titulares, los jueces fueron espectadores pasivos de aquel experimento democrático, que desconoció el derecho al debido proceso.

Fue en 1978, por primera vez en siglos de nuestra historia política, cuando se erigió un poder judicial con capacidad para controlar efectivamente al poder y garantizar los derechos de la ciudadanía. Una de las grandes innovaciones del nuevo sistema. Ha funcionado razonablemente bien, mejor desde luego que las demás instituciones de control, ha sido objeto de deseo de los partidos políticos y se ha salvado de su abrazo mortal gracias a su propia atomización, porque en sus órganos de gobierno ha sido capturado por la política. Quizás asistamos en los próximos meses a su castración como poder de control. Sería tanto como ingresar en otro sistema distinto; mejor o peor, pero muy poco liberal.