España puesta a prueba

EL MUNDO 22/05/15 – FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR

Fernando García de Cortázar
Fernando García de Cortázar

· Porque no se está planteando la alternativa a un partido, sino la erosión progresiva de un sistema. Lo que para la mayoría de nosotros es una crisis lamentable que hay que afrontar con la energía desplegada en desafíos terribles de nuestra historia, para algunos es una coyuntura favorable, que les permite utilizar el desánimo ante el empobrecimiento o la cólera ante la corrupción como material inflamable de nuestra convivencia.

El próximo domingo, los españoles nos enfrentamos a la apertura del proceso electoral más decisivo desde que se estableció el sistema democrático. Los comicios andaluces han ofrecido una información valiosa, pero su mismo resultado de continuidad matizada indica hasta qué punto han pesado mucho más las inercias que las renovaciones. Además, que la elección de la máxima responsabilidad de la Junta se haya dejado para después del 24 de mayo confirma que las votaciones a celebrar van a ser cruciales para la suerte del gobierno nacional, de los autonómicos y de los locales. Indicar que las fuerzas políticas mayoritarias están alarmadas y expectantes ante la emergencia de nuevos actores políticos se ha convertido ya en un lugar común. Lo que hay que justificar, lo que debe prender en la conciencia de los españoles, es que nos hallamos ante una de esas circunstancias históricas en las que una nación se pone a prueba a sí misma, no solo a un gobierno, a una oposición parlamentaria, a unos partidos políticos o a unos liderazgos concretos. Lo que va a esclarecerse en estos meses es algo que podría definirse como la propia calidad de nuestra soberanía, la voluntad de mantenernos en un orden de valores preciso, la fidelidad a una cultura política que cobró forma y convicción en los años primeros de nuestro régimen constitucional.

Es difícil restar solemnidad al momento que afrontamos y, en cualquier caso, el esfuerzo por desdramatizar no puede llevarnos a un indoloro desdén por todo aquello que define un tiempo de responsabilidades radicales. Porque esta España saqueada por la crisis, impugnada por el separatismo, embarrada por la corrupción y en pleno desconcierto de sus posibilidades como proyecto, puede soportarlo todo menos la indiferencia ante el peligro de desnacionalización que no ha dejado de exhibirse desde la última vez que fuimos a las urnas. Puede soportar la desdicha social, las dificultades de la recuperación, los recortes y las discrepancias en las políticas a seguir para sacarnos de este tremendo atolladero económico, pero no aguantará que nos tomemos a broma la impugnación de nuestra supervivencia colectiva.

Puede soportar la dureza de un debate sobre nuestras instituciones, pero no resistirá más tiempo la indolencia ante quienes llegan a decir que lo que se construyó en 1978 no fue una democracia. Puede soportar el debate sobre la forma de encauzar la diversidad de sus regiones, pero no se recuperará de esta interminable convalecencia nacional a la que ha sido sometida por quienes niegan que España sea una realidad histórica. Puede lanzarse a una reforma del Estado, respetuosa con la legalidad y la soberanía de todos, en la que las concesiones mutuas contemplen el objetivo supremo del reforzamiento de nuestro sistema político. Pero no metabolizará nunca esa permanente deslegitimación que rechaza los fundamentos existenciales sobre los que una sociedad levanta su deseo mismo de seguir viviendo.

En el comienzo de El mito de Sísifo, Albert Camus afirmaba: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio». Todas las demás cuestiones han de responderse después de haber contestado a la pregunta fundamental: si nuestra vida vale la pena. En las actuales circunstancias, los españoles debemos hacernos una pregunta que, ¡afortunados ellos!, ningún otro país de nuestro entorno se plantea. La pregunta es, nada más y nada menos, si consideramos que España es una nación soberana, constituida a lo largo de generaciones en la historia, representativa de una cultura indispensable para la comprensión de la civilización occidental, forjada en un dilatado proceso de integración hasta llegar a ser un Estado moderno, que desde los pactos de la Transición se organizó como una democracia parlamentaria. La pregunta es si deseamos que esta nación continúe existiendo, sobre la base de su consistencia tradicional, de su voluntad reformista y de su lealtad a unos valores que supimos enunciar en nuestro texto constitucional. Esa es, en efecto, la cuestión que se dilucida en el ciclo que ahora comienza. Lo demás, si damos o no confianza a un partido u otro, si creemos que el sistema electoral debe ser modificado, si consideramos que la financiación autonómica ha de actualizarse, si opinamos que la estrategia para salir, definitivamente, de la crisis ha de revisarse, viene a continuación. Primero, hay que responder a la pregunta fundamental sobre España.

Respondamos, pues, a lo esencial, al problema a cuya sombra va a desarrollarse lo que puede tener la apariencia de un ejercicio rutinario de derechos garantizados. En condiciones normales, lo que haríamos sería decidir si este Gobierno merece nuestra confianza o si la merece más una oposición que respete las reglas del juego. En cualquiera de los países en los que la soberanía nacional se manifiesta en un ciclo electoral, asistiríamos a la reprobación o al asentimiento de una gestión política, a la aceptación o al rechazo de unas propuestas, al toque de atención o al beneplácito de una tarea de gobierno. Aquí nos encontramos en condiciones bien distintas. Porque no se está planteando la alternativa a un partido, sino la erosión progresiva de un sistema. Lo que para la mayoría de nosotros es una crisis lamentable que hay que afrontar con la energía desplegada en desafíos terribles de nuestra historia, para algunos es una coyuntura favorable, que les permite utilizar el desánimo ante el empobrecimiento o la cólera ante la corrupción como material inflamable de nuestra convivencia.

Quizá sea este el momento de poner en claro nuestra respuesta ante esa pregunta anterior a todas las demás. Sí. La vida de nuestra nación, la vida de España sí vale la pena. Y a ninguna de las cuestiones que se planteen tras esta afirmación podrá cerrarse la puerta del debate y el espacio de la discrepancia. En este ciclo electoral se presentan quienes dicen que no. Que España no es una nación, que nunca lo ha sido. O que, tras haberse mantenido en respiración artificial, puede ser desconectada del oxígeno de su futuro histórico. Hay fuerzas que consideran los acuerdos de 1978 un simple pacto de oportunistas y traidores, y no un abanico de concesiones mutuas que permitieron establecer un régimen que a todos nos representara. Hay personajes para los que los valores que recoge nuestra Carta Magna son elementos revocables y no expresión política de los principios de una civilización. Hay sectores que creen que podemos empezar de nuevo, como si una nación se inventara a diario en lugar de ir desplegándose como experiencia social y saber acumulado. Hay propuestas que quieren volver a discutir nuestra soberanía y nuestros derechos individuales, nuestra decisión de vivir juntos y nuestra capacidad de enfrentarnos a esta ruina global del único modo posible: reuniendo a quienes piensan de forma distinta en lo accesorio, pero responden afirmativamente a lo fundamental.

Desde el domingo próximo hasta el final del año sobrevuela una inmensa pregunta que se nos obliga a responder, antes de tomar posición en cualquier otro tema. Para que, a pesar del sufrimiento de esta crisis, podamos pensar en un esfuerzo colectivo y la superemos. Para que, como Camus al concluir su reflexión sobre el absurdo, podamos afirmar que «hay que imaginarse a Sísifo dichoso».

EL MUNDO 22/05/15 – FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN VOCENTO