Estación ‘termini’

EL MUNDO 10/06/14
MANUEL VENTERO

· El autor recuerda que los partidos republicanos aceptaron con responsabilidad la Monarquía en la Constitución
· Afirma que Felipe VI encontrá su legitimidad de ejercicio si desempeña sus funciones de forma ejemplar

DESDE ATAÚLFO (410-415), primero de los reyes godos, se cuentan en España 1.600 años de monarquía tan sólo interrumpida por la Primera República (1873-1874), la Segunda República (1931-1939) y la dictadura de Franco (1939-1975), tres lapsos que, juntos, no alcanzan a sumar el medio siglo. En este tiempo, la institución ha evolucionado desde su origen absolutista hasta el modelo parlamentario de hoy, pasando por la llamada monarquía constitucional limitada. Conscientes de que «la monarquía no sabría ser democrática más que siendo parlamentaria» (Subra de Bieusses), los constituyentes consagraron en 1978 un modelo en el que el monarca carece de poderes propios.

Tras las elecciones de 1977, las Cortes se encargaron de redactar la Constitución que consagraría el actual sistema democrático. Emilio Attard, presidente de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas, advertía a los parlamentarios de «la delicadeza obligada cuando hagamos referencia a instituciones que son objeto de debate, sin merma de la libertad que todos tenemos para expresar nuestro pensamiento». Sus Señorías se manifestaron libremente sobre las funciones de un Rey que impulsaba como el primero un cambio que iba a limitar su ejercicio. «Me estáis dejando sin trabajo», llegó a exclamar irónicamente el todavía plenipotenciario Juan Carlos I.

El diario de sesiones refleja un debate elevado y responsable en el que destacan los argumentos esgrimidos por los partidos originariamente republicanos, en lo que fue un ejercicio de pragmatismo y actualización de su ideario. El PSOE mantuvo su voto particular republicano «por honradez y por lealtad con nuestro electorado», explicó su portavoz, Luis Gómez Llorente, quien evocó la intervención de Pablo Iglesias el 10 de enero de 1912, exclamando en el Parlamento que «quien aspira a suprimir al rey en el taller, no puede admitir otro rey». Gómez Llorente justificó su discrepancia pero, a continuación, matizó que «el socialismo no es incompatible con la monarquía cuando esta institución cumple con el más escrupuloso respeto a la soberanía popular», y anunció que, «si democráticamente se establece la Monarquía, en tanto sea constitucional, nos consideraremos compatibles con ella». Eduardo Martín Toval, portavoz del grupo

Socialistes de Catalunya, sugería una Monarquía ajena a la acción de gobierno y explicó que, «ser republicanos hoy puede significar salvar a la Monarquía actual de sus adherencias no democráticas, pero recordando que sólo una Monarquía, por así decir, republicana, puede tener hoy legitimidad para los demócratas».

En representación del Grupo Comunista, Jordi Solé Tura invocó la autoridad de Santiago Carrillo: «Mientras la Monarquía respete la Constitución, nosotros respetaremos la Monarquía». Desde el principio, el PCE reconoció a Don Juan Carlos una legitimidad de ejercicio. Carrillo había advertido de que, «tras la tragedia de la Guerra Civil española, lo importante no era la forma de Estado sino la reconciliación nacional», y concedía al Monarca un papel decisivo en el restablecimiento de las libertades. Para Solé, la cuestión republicana representaba «una aventura catastrófica que no traería la república y haría perder la democracia». Completado el trámite parlamentario, la mayoría reconoció la institución, no tanto por un fervor monárquico generalizado como por una convicción de eficacia instrumental, que implicaba un compromiso de constante legitimación.

La «monarquía parlamentaria» es de este modo estación termini de un proceso histórico que evoluciona desde el absolutismo característico de los primeros reyes a una suerte de «democracia coronada» –en expresión de Óscar Alzaga– en la que el rey reina, pero no gobierna, o si se prefiere, no gobierna, pero reina. Una Monarquía compatible con la democracia, en la que la ausencia de potestas se compensa con una eminente auctoritas, propia de la más alta dignidad; y un Rey árbitro y moderador que expresa formalmente la unidad de un Estado del que es máximo representante (56.1 CE); un Rey que, frente al universo cambiante de la política, ofrece una referencia de continuidad; un Rey democrático dedicado, como sugirió Bagehot para el caso británico, a la escrupulosa tarea de animar, advertir y aconsejar.

Felipe VI encontrará su correspondiente legitimidad de ejercicio en el desempeño ejemplar de sus funciones y en la utilidad de sus actos, erigiéndose en referencia permanente de los ciudadanos y de las instituciones.

Manuel Ventero es director de Comunicación y Relaciones Institucionales de RTVE y autor del libro Los mensajes de Navidad del Rey.