Ignacio Camacho-ABC
- Nadie habría dudado de la conveniencia objetiva de prorrogar el decreto de alerta de no mediar la evidencia de que el poder lo está usando de forma torticera para exigir a los ciudadanos una disciplina ciega que, bajo el pretexto de la pandemia, reduce la normalidad democrática a un estado de lasitud anestésica
Más que en las cifras de fallecimientos y de contagios, la gran diferencia entre el impacto de la pandemia en España y en otras naciones del entorno europeo consiste en que a la crisis sanitaria y económica se ha unido aquí un intenso debate sobre las libertades públicas y privadas, derivado de la proclividad del Gobierno a recortarlas aprovechando el marco excepcional del decreto de alarma. Nadie habría dudado de la conveniencia objetiva de prorrogar las medidas de emergencia de no mediar una amplia corriente de opinión propensa a la sospecha de que el poder las está utilizando de forma torticera, como excusa para imponer un régimen provisional de suspensión de derechos, toque de queda, economía nacionalizada y limitación del
control parlamentario y de las críticas en redes sociales y prensa. La continua apelación de la retórica oficial a las metáforas de guerra sugiere que el Ejecutivo plantea el problema del coronavirus como una situación que exige de la ciudadanía una renuncia completa a sus garantías constitucionales para someterse al criterio de las autoridades con disciplina ciega. Un modelo incompatible con la pluralidad de una sociedad democrática moderna a la que, bajo el pretexto de una amenaza cierta, se pretende reducir a un estado de lasitud anestésica.
Desde esa concepción del liderazgo como una facultad autocrática, Sánchez convirtió esta semana la prolongación de unas prerrogativas probablemente necesarias en un conflicto político similar a una cuestión de confianza. Exigió a la oposición -excepto a sus propios socios de investidura, cuyo distanciamiento trató con mano blanda- respaldo incondicional a una deriva cesarista que ni siquiera puede justificar por su eficacia. Su desafío anuló la discusión técnica sobre el plan de «desescalada» para centrar la votación del Congreso en una suerte de consulta plebiscitaria. Como suele, transformó un asunto de interés público en un artefacto de propaganda con el que neutralizar la irritación creciente por su gestión nefasta.
Esta vez, en su afán de someter al Parlamento a una situación límite, la estrategia estuvo a punto de estallarle en las manos; el órdago al PP -al que coaccionó culpándolo de los posibles rebrotes epidémicos por adelantado- provocó un vértigo que le obligó a negociar in extremis con el PNV y Ciudadanos. Los medios gubernamentales han destacado la maniobra como un fracaso de Casado, que efectivamente titubeó hasta quedar en un papel irrelevante y secundario, pero el desenlace revela hasta qué punto la irresponsabilidad de un presidente al que sólo preocupa el «relato» puede llevar al país entero a un auténtico colapso. Sin el quite de Arrimadas, que ha asumido un fuerte riesgo a cambio de reclamar su propio espacio, en vez de mutualizar las culpas sólo habría conseguido socializar el caos.
Más allá, sin embargo, de esos juegos tácticos propios de serie de televisión -ahora hace furor la francesa «Baron noir»- que tanto gustan a los asesores de La Moncloa, el Gabinete sólo ha conseguido un aplazamiento circunstancial de un aprieto que en quince días habrá de afrontar de nuevo salvo que Cs siga prestándose a un acuerdo que, por muchas fantasías que circulen en el Madrid de los mentideros, no será extensible a los presupuestos porque lo impedirá Podemos. Lo importante, empero no es si Sánchez podrá sobrevivir a una o varias votaciones más sobre la vigencia de la alarma sino el uso que está haciendo de esta fórmula jurídica como herramienta autoritaria, fabricándose una suerte de corona bonapartista con el artículo 116 de la Carta Magna. Un proceso de populismo disruptivo que no sorprendería en Pablo Iglesias por su manifiesta inspiración bolivariana pero que resulta inadmisible en el jefe de un partido teóricamente adscrito a la socialdemocracia.
Sucede que entre ambos coaligados se ha producido una simbiosis doméstica fruto del común propósito de basar el mandato en el aislamiento de la derecha. Ayer mismo, en su alocución -al fin razonablemente breve- de los sábados, el presidente reprodujo en términos literales buena parte del discurso sobre el «escudo social» de Iglesias, quizá para despejar sus celos y convencerlo de que el devaneo con Arrimadas no fue más que una ocasional pirueta para escapar de una coyuntura adversa. Su bloque de apoyo sigue siendo el mismo, como demuestra la reciente insistencia en que la irrupción del virus no va a alterar sus proyectos ni su agenda; esta misma semana ha encargado a la recién restablecida Carmen Calvo retomar las conversaciones de acercamiento a Esquerra. Y no ha habido desde que se implantó la alerta una decisión del Consejo de Ministros en la que el caudillo comunista no haya dejado notar su influencia.
Sánchez coincide con su socio en la idea de usar (y abusar) el marco de excepción como blindaje del Gobierno. Así, ha empleado órdenes ministeriales para mantener opacos numerosos contratos de equipamiento médico, para declarar secreta -con la intención de prevenir demandas- la composición del supuesto comité de expertos, para anular las competencias autonómicas, para modificar de tapadillo ciertas normas de empadronamiento o, más recientemente, para ampliar el organigrama de varios ministerios con el nombramiento de una pléyade de altos cargos procedentes en su mayoría del entorno de Podemos. Esta técnica de abuso fullero es por completo ajena al espíritu y la letra de un procedimiento legal diseñado para casos de catástrofe o riesgo colectivo extremo, y discurre en paralelo a las iniciativas de restricción de la libertad de expresión o de manifestación y otros derechos.
El problema consiste, pues, en la extralimitación unilateral que subvierte o neutraliza los mecanismos institucionales de control del Ejecutivo y malversa los poderes especiales para situar su acción ordinaria en un limbo camuflado en la razonable necesidad de un mando efectivo -aunque no lo haya sido- en la lucha contra el virus. El debate no está, pues, en el plano sanitario, ni siquiera en el económico, que tendrá su momento, sino en el estrictamente político. En el apremio de devolver la democracia a su normal ejercicio y evitar que el oportunismo de este proyecto caudillista transforme el estado de alarma en el instrumento preciso para desembocar en un Estado cautivo.