Ignacio Camacho-ABC
- Ya no se trata sólo de un desastre sanitario sino de una crisis de modelo de Estado agudizada por la falta de liderazgo
El absentismo veraniego de Sánchez, la extraña pausa de sol y arena en su rampante bonapartismo, tenía un propósito de orden político y hay que reconocer que lo ha conseguido. A estas alturas ya se puede admitir que, salvo alguna honorable excepción como Asturias, las comunidades autónomas no ofrecen un balance muy distinto al del mando único establecido por el Gobierno en la primera ola del coronavirus. La trampa de la «cogobernanza» ha cumplido su objetivo mediante el truco ventajista de devolver las competencias a las regiones sin acompañarlas de los correspondientes instrumentos jurídicos. Pero la socialización de culpas que pretendía el presidente tiene un precio excesivo: por una parte ha devuelto la pandemia a niveles de riesgo crítico, y por la otra ha incrementado en la ciudadanía la sensación de vivir en una suerte de Estado fallido, paralizado por el bloqueo estructural de sus mecanismos administrativos. Para disimular el fracaso de su ensayo de recentralización, el Ejecutivo ha extendido el ya creciente escepticismo que pesaba sobre un modelo territorial hipertrofiado, inoperante y líquido.
De este modo, al proyecto liquidacionista inspirado por sus socios de extrema izquierda, el sanchismo suma una deconstrucción involuntaria (?) del sistema provocada por su exhibición simultánea de irresponsabilidad y torpeza. Al constatar que su intento de jacobinismo autoritario no funcionaba porque la mayoría de los ministerios son carcasas huecas, desprovistas de capacidad de resolución para afrontar emergencias, el Gobierno no tuvo mejor idea que mancomunar entre las autonomías el problema que no había sabido abordar por su cuenta. No fue una decisión estratégica sino una espantada en toda regla, una maniobra escapista aprovechando que el final del confinamiento proporcionaba una tregua que todos los organismos de salud pública consideraban pasajera. No era difícil adivinar las secuelas: una nación irritada y perpleja ante la evidencia de que el segundo y previsible ataque de la epidemia ha dejado a la población indefensa porque las instituciones carecen de otra respuesta que su habitual guerra de reproches y quejas.
De este modo ya no estamos ante un desastre sanitario: es el Estado entero el que ha entrado en colapso, en una crisis de modelo agravada por la ausencia de liderazgo. Sánchez se ha terminado de cargar el tambaleante paradigma del Título Octavo sin sustituirlo por ninguna alternativa de efecto práctico; él mismo sabe que regresar a la excepcionalidad constitucional sería un pronunciamiento temerario con el coste político inasumible de un desgaste de primer grado. Por eso trata de compartir con sus adversarios decisiones antipáticas que puedan suponer rechazo ciudadano. Es demasiado tarde: ni sus aliados más rupturistas habrían dañado tanto ni tan rápido la confianza en la eficiencia del régimen democrático.