Ignacio Camacho-ABC
- El Gobierno usa el estado de alarma para aplicar el programa de Podemos en medio de una suspensión general de derechos
Desde la falsa sensación de seguridad que ante la amenaza nos da el estar recluidos en casa tendemos a olvidar que el encierro incluye en realidad una suspensión de derechos. Pero esa suspensión, concedida en el Congreso por razón de fuerza mayor y ahora ampliada en el tiempo, no faculta al Gobierno para usar sus poderes excepcionales al servicio de un modelo ideológico concreto -el suyo, el de la coalición de izquierdas- adoptando medidas de emergencia cuyo fuerte sesgo las sitúa al margen de cualquier consenso. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo: que la autorización del estado de alarma por el Parlamento se ha convertido en la herramienta con la que Podemos aplica su programa de nacionalizaciones
encubiertas por decreto, ante la pasividad de un presidente que otorga su visto bueno a decisiones con la que varios de sus propios ministros están en desacuerdo.
La idea de dejar que Iglesias «venda algo» -saltándose por cierto, y con reiteración, una cuarentena a la que el resto de los españoles está obligado- puede dejar el tejido económico y productivo del país en colapso. Del laboratorio podemita sólo salen iniciativas de corte bolivariano que consisten en trasladar a las empresas y a los contribuyentes el coste de la cobertura social que no puede asumir el Estado. Aparte de la consabida demonización de los empresarios y de la revocación de facto de una reforma laboral que jurídicamente nadie ha derogado, el paquete anticrisis va a provocar a medio plazo una cascada de quiebras y un incremento exponencial del paro. Pero más allá de eso, las amenazas confiscatorias sugeridas por el líder morado revelan la tentación oportunista, como de leninismo barato, de aprovechar el caos para acelerar su proyecto totalitario. Si al frente del Ejecutivo estuviese un político serio y de confianza, ese sueño chavista no sería más que una fantasía iluminada. El problema es que Sánchez es un gobernante fantasma, sin nada que se parezca a un pensamiento estratégico, sin luces largas, atento sólo a la conservación de su imagen y a la impostura publicitaria. Y su socio tiene intuición sobrada para detectar esa falta de solidez y explotarla. De momento, ya se ha merendado a las vicepresidentas que aún defienden, siquiera de manera vaga, los conceptos más o menos ortodoxos de la socialdemocracia.
Volvamos un momento a la restricción de derechos fundamentales. Desde hace dos semanas la población está confinada, el Parlamento cerrado, las vida institucional suspendida, las Fuerzas de Seguridad desplegadas y el Ejército en la calle. Las condiciones objetivas de un golpe para cualquier aprendiz de Malaparte. Por fortuna la España de hoy nada tiene que temer de los militares, ejemplo de compromiso con sus responsabilidades. Pero en la sociedad posmoderna los saltos cualitativos siempre parten de la renuncia de los ciudadanos a su condición de tales.