El autor denuncia que el concepto excesivo de la culpa ha adquirido un prestigio excesivo en los últimos tiempos.
En una sociedad donde la acusación y la delación han vuelto a significarse como una marca de prurito ético, la culpa parece haber recuperado el prestigio que durante largo tiempo se le había negado.
El primer argumento intuitivo contra la culpa surgió de su condición postransgresional: la culpa es una emoción de valencia negativa que acontece tras transgredir una norma por lo que, naturalmente, en un tiempo en el que la transgresión pasó a convertirse en imperativo de obligado cumplimiento, esta culpa pasó a caracterizarse como un recurso inservible y hasta patológico. Ni Jimy Hendrix ni Jane Birkin habrían sido lo que fueron si hubieran tenido remordimientos de conciencia.
El estado de ánimo de aquellas décadas, alucinadamente narcisista, bebía de dos intuiciones cultas y de una falacia popular para desarticular la culpa. La inspiración erudita encontró en Nietzsche y en Freud a sus dos grandes capitanes. Del primero aprendimos que la culpa no es más que el lastre doliente de los débiles, aquellos que describen su experiencia moral del mundo en términos de deuda y retribución. Un superhombre culpable o incluso arrepentido sería inconcebible por lo que ser nietzscheano, signifique esto lo signifique, requería sacudirse de forma alegre y valiente los residuos de culpabilidad.
En términos clínicos la cancelación de la culpa estuvo procurada por Freud en condiciones relativamente parejas, toda vez que la liberación de nuestras pulsiones exigía asentir a nuestro deseo más allá de cualquier represión moralizante.
El desprestigio de la culpa, sin embargo, no sólo se asentó sobre el diálogo erudito con nuestra tradición cultural, sino que encontró acomodo en una intuición mucho más simple y por ende más rentable. Toda revolución moral requiere del cuño de nuevos prejuicios y la censura de la culpa no es una excepción. Así, todavía hoy, cuando algún cantante o alguna actriz nos da lecciones de ética no es extraño escucharles aquello de que la culpa es una cosa malísima dado su origen judeocristiano.
La condición falaz del razonamiento resulta paradigmática y podría exponerse en clase de lógica como ejemplo de razonamiento fallido. En cualquier caso, muchos pensaron que si la culpa era un invento de la Iglesia no haría falta ni un solo argumento más para defenestrar una vivencia tan moral como humana. Cualquiera que haya leído, pongamos por caso, alguna tragedia de Eurípides, entenderá que la culpa tiene una historia mucho más prolongada que el cristianismo y que su constitución resulta puntualmente independiente de la tradición hebrea. Estos matices siempre dieron igual a los vanguardistas de la moral. Una idea simple y falsa, lo recordaba Tocqueville, es siempre más seductora que una idea verdadera y compleja.
Lo más sorprendente de la administración cultural de la culpa es que, en nuestros días, son sus antiguos críticos y herederos quienes articulan una nueva y sofisticada estrategia de legitimación, aunque de un modo mucho más imperfecto al que se hacía reconocible en su origen. Si la culpa hasta ahora se había descrito en términos individuales, el nuevo frenesí de la culpabilidad contemporánea exige celebrarse de forma colectiva. Este hecho debería bastar para alertar a todas aquellas personas que seguimos confiando en la posibilidad de que exista alguna forma de progreso moral.
Entre el siglo VIII a. C. y el siglo IV a. C. la condición personal de la culpa fue una de las estrategias de individuación esenciales para constituir la autonomía de los agentes morales. Grosso modo es lo que dista entre la Ilíada de Homero y el Menón de Platón, algo que Aristóteles refrendaría después de forma definitiva. Que la gloria, el error o la virtud no fueran hereditarios es una conquista civilizatoria notable y sin esa consideración conceptos esenciales de la ética y del derecho como la imputabilidad o la responsabilidad se harían sencillamente ininteligibles.
Lamentablemente de un tiempo a esta parte cada vez son más frecuentes las dramaturgias sociales en las que un colectivo de inocentes pide perdón por un delito que jamás cometió. Al otro lado de la escena suelen afirmarse los miembros de otra comunidad identitaria que se arroga la condición victimal y soberana de ser capaces, o no, de administrar el perdón rogado.
Esta suerte de exorcismo moral posmoderno puede hacer posible que, pongamos por caso, un señor de Málaga le pida disculpas a una señora de Guanajuato por las acciones que hubiera cometido Hernán Cortés durante el sitio y caída de Tenochtitlan, o que unos tipos increpen a un policía local de Zaragoza por un delito cometido por otro policía, pero esta vez en la ciudad de Mineápolis. Es tal el prestigio que procura la acusación moral que hemos terminado por encontrarle el gusto a acusarnos a nosotros mismos.
Al final va a tener razón Marx con aquello de que la historia se repite dos veces. Y es innegable: lo vintage está de moda, pero, ya puestos, si alguien se había quedado con ganas de promocionarla culpa mejor habría sido recuperar a San Agustín en serio.
*** Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid