La guerra entre las democracias occidentales y Rusia se libra en el martirizado territorio de Ucrania y los dos contendientes parecen estar dispuestos a luchar hasta el último hombre (ucraniano) y hasta que se destruya toda infraestructura (ucraniana). Sin embargo, este es un enfrentamiento que por su ya larga duración está girando paradójicamente a favor de los objetivos del Kremlin. Paradójicamente, porque al transformarse la que tenía que ser en su diseño inicial una operación relámpago que sustituyese al gobierno de Zelenski por un títere de Moscú, previa muerte, captura o huida del presidente ucraniano, en un lento y tortuoso conflicto de desgaste, el optimismo cundió en Bruselas y Kiev, estimulado por las grandes pérdidas rusas y su renuncia a tomar la capital reduciendo sus ambiciones a Donetsk y Lugansk. Ahora bien, la experiencia histórica, avalada por la derrota de Napoleón en 1812, la del Ejército blanco tras la Revolución de Octubre y la de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, demuestra que la combinación de contingentes masivos de tropas, inmensa capacidad de soportar pérdidas y brutalidad extrema con la población civil, acaban jugando a favor de Rusia. Por mucho armamento sofisticado que europeos y norteamericanos proporcionen a Ucrania, el descomunal tamaño de su oponente está imponiéndose parsimoniosa, pero implacablemente. Ya dijo Marx que lo cuantitativo, a partir de un cierto nivel, deviene cualitativo, y no hay que olvidar en qué escuela se formó Putin. Si alguien concibió en algún momento un triunfo ucraniano por goleada, debe renunciar a semejante ilusión.
Analizados objetivamente todos los factores en juego, la perspectiva para los intereses europeos es más bien sombría. En primer lugar, el frente comunitario no es homogéneo. Para Suecia, Finlandia y bastantes países de la Europa Oriental, Rusia es una amenaza contigua y existencial, en cambio para Francia, Italia, España y Grecia, el peligro está en el Norte de África, en el Sahel y el el Próximo Oriente, de donde procede el continuo flujo de inmigración irregular y el terrorismo yihadista. Tanto en Francia como en Italia y España, los principales partidos políticos distan de mantener una posición común sobre la guerra de Ucrania. En España, el Gobierno está dividido, con la parte socialista apoyando los esfuerzos de la OTAN, y la parte comunista saboteando a su socio en La Moncloa. En Italia, Draghi acaba de caer y las dos mayores formaciones, Cinco Estrellas y la Lega, están en contra de continuar el empeño bélico y reclaman una solución diplomática. En Francia, Macron ha perdido la mayoría absoluta y la coalición de izquierdas liderada por Mélenchon aboga también por el diálogo, al igual que la derecha de Le Pen. En cuanto a Alemania, su dependencia crucial de los hidrocarburos rusos y su cultura tradicional de coexistencia pacífica con Rusia, la convierten en un elemento vacilante del bloque anti-Putin. El Reino Unido, el más belicoso de los países europeos en esta confrontación, no forma parte de la UE, su primer ministro ha dimitido y va completamente por libre guiado por su relación especial con Estados Unidos.
Washington, decidido a debilitar a Putin, al que percibe con razón como un enemigo insidioso, destina considerables recursos financieros y materiales para apuntalar a Zelenski, pero no interviene directamente para no desencadenar una catástrofe de ámbito global. Además, la sociedad norteamericana está profundamente dividida, su democracia deteriorada y el actual presidente da muestras evidentes de ejercer su función aquejado de achaques seniles, lo que le priva de la fortaleza física y mental necesarias para afrontar un desafío de esta envergadura.
Por supuesto, China, Irán, Venezuela, Cuba y demás regímenes totalitarios se han puesto del lado de Rusia. India se ha negado a aplicarle sanciones, mientras que Israel y las monarquías del Golfo han adoptado un papel ambiguo, sin que la reciente gira de Biden por la región haya dado los frutos deseados. La crisis alimentaria desatada por la guerra afecta sobre todo a los países en vías de desarrollo, sobre los cuales la influencia china y rusa es patente.
El autócrata moscovita conoce todas estas fragilidades de sus oponentes y está dispuesto a que el tiempo le haga el trabajo. Con una inflación galopante y una recesión mundial a las puertas, las sanciones son un bumerán y los europeos se han acostumbrado a una vida muelle que dificulta mucho su compromiso con empresas que requieran sacrificio y sufrimiento. Por consiguiente, la prudencia aconseja buscar un acuerdo que dé fin a este desastre, lo que implica que Rusia y Ucrania han de sellar un pacto que incluya la futura neutralidad de ésta y una fórmula sensata de autonomía pare el Donbás. Es cierto que una salida de este tipo suena decepcionante y choca con la defensa a ultranza de los valores europeos, pero la alternativa en forma de retroceso general, crueles hambrunas en África, caída del PIB global con las consiguientes consecuencias de desempleo, miseria y revueltas sociales, resulta aún peor. Europa hace tiempo que se mueve a medio gas y no sólo en el sector energético. Por tanto, es mejor que asuma su realidad, aunque no sea óptima, sea consecuente con sus inevitables limitaciones y busque el final de una guerra que ni puede ganar ni se puede permitir perder y de una carnicería que únicamente sirve para prolongar la tortura del pueblo ucraniano y el empobrecimiento del resto del mundo.