Manuel Montero-El Correo

  • Este país se ha acostumbrado a que se repitan las mismas cantinelas y a una clase política en la que todos los que cuentan llevan un cuarto de siglo en el machito

Podría entenderse que va en el precio del voto del PNV a Pedro Sánchez. Joseba Egibar entiende que «el reconocimiento de la realidad nacional vasca y catalana constituye la base para abordar el debate sobre el modelo de Estado». Se trata de «dar un nuevo salto». ¿Se deduce que para que le voten tienen que reconocer la realidad nacional vasca? Si no, se queda compuesto y sin novia. Resulta inverosímil que, llegado el trance de investir a Sánchez, el PNV se desmarque de «la mayoría social» por un mero reconocimiento de realidad en un país acostumbrado a vivir en la irrealidad, pero tiene interés la aportación de Egibar.

Trae una novedad. Supondría que esta vez el PNV daría su apoyo a cambio de una especie de cesión ideológica del Estado -no se le ven a Sánchez escrúpulos teóricos, por lo que tiene todos los visos de que cuele- en vez del habitual precio pragmático, medido al peso en el Presupuesto, de transferencias bien contabilizadas o más recursos para iniciativas culturales o administrativas. El PNV, como negociador, tiene espíritu de tendero, por lo que resulta más creíble que presente un presupuesto de obra. A no ser que los ascensos de Bildu en la estima sanchista le aconsejen la senda ideológica, no sea que Otegi reivindique alguna tajada autodeterminista (avances en la territorialidad; por ejemplo, la confederación Navarra-Euskadi). Habida cuenta la volatilidad del candidato, se llevaría el gato al agua, quedando entre los nacionalistas como adalides de la preindependencia y dejando a los responsables del PNV como meros apañadores, no como estadistas.

La propuesta de Egibar tiene un aire naif que le da interés. Pedir que se reconozca una realidad da en surrealismo, pues una de las cualidades de la realidad es que se impone por sí misma, al margen de cualquier subjetividad. «Lo que es efectivo o tiene valor práctico en contraposición a lo fantástico o ilusorio», define la realidad el Diccionario. De ahí se infiere que el concepto de Egibar «realidad nacional vasca» no tiene que ver con la realidad. Seguramente quiere que se reconozca el concepto nacional del País Vasco tal y como lo entiende el PNV: una única nacionalidad identitaria y esencialista que se impone a los ciudadanos. No parece que se refiera a la realidad en la que junto a los nacionalistas vascos hay vascos con otros sentimientos nacionales, tan legítimos como aquellos. Mucho menos que se refiera a la realidad real del País Vasco, plural y apegada a la convivencia. Reivindica que la realidad virtual del PNV se reconozca como la única alternativa para liquidar pluralismos y diversidad. Dado el afán cainita que se ha apoderado de este país, cada vez más polarizado y dispuesto a sajarse, no extrañaría que ahora la propuesta de Egibar se reciba con un entusiasmo impensable hace pocos años.

¿Podría considerarse, por tanto, que Egibar y los suyos son unos precursores, unos adelantados en el diseño del futuro? Más bien parecen profetas del pasado, pues propuestas de este tenor las vienen haciendo desde antes de la Transición. La reiteración no extraña en un país fundamentalmente acostumbrado a la matraca sempiterna, en el que se repiten una y otra vez las mismas cantinelas. Aquí no ha sonado una idea nueva desde fines del Paleolítico. Lo que se presentan como propuestas rupturistas dan en fósiles conceptuales. Se repiten cuando llega la ocasión -con aire de ocurrencia salvadora- y en las rachas soberanistas se han querido llevar a la práctica con resultados lamentables.

Euskadi fosiliza. Hasta las ideas adquieren el aspecto pétreo de un fósil. Las pasas por el carbono-14 de los conceptos y corres el riesgo de romper el aparato, no preparado para tal antigüedad. No solo las ideas. También la clase política da en fósil. Todos los que cuentan -Egibar, Otegi, Ortuzar, Urkullu, López, Iturgaiz…- estaban ya en el machito a fines del siglo pasado. Llevan más de un cuarto de siglo resolviéndonos los problemas, habiendo demostrado hasta la saciedad su incapacidad de renovar las ideas. No lo conseguían con 30 años y parece difícil que lo logren pasados los 60.

Nuestro personal político está fosilizando. Como en ninguno de los mentados se advierte carisma que explique liderazgos tan prolongados, pues más bien dan en cenizos, hay que atribuir el fenómeno a que nuestro sistema político carece de capacidad de renovación y a que cuando uno se hace con el puesto se dedica a impedir que prospere alguno que pueda sustituirlo.

Puede resultar estimulante que un país que se tiene por milenario cuente con políticos fósiles y con ideas que fosilizan: para formar un parque temático de aire preneolítico. Lo advirtió Bárbara Tuckman: los políticos repiten toda su vida las mismas ideas con las que llegaron a la política, sin dar nunca el brazo a torcer. Siempre la misma murga.