Evaluaciones

JON JUARISTI, ABC 13/10/13

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· En una perspectiva auténticamente liberal, el recurso a las evaluaciones acreditadoras resulta injustificable.

Confieso que detesto las evaluaciones, y que son lo que menos me gusta de la nueva Ley de Educación aprobada el pasado jueves en el Congreso. Si las universidades públicas pueden establecer sus propias pruebas de acceso a las diferentes titulaciones, ¿por qué obligar a los estudiantes de ESO y Bachiller a pasar por la ordalía de otras pruebas externas al terminar ambos ciclos?

Cualquier profesor universitario sabe que, para entender la materia que él imparte, el alumno debe poseer unos conocimientos y unas destrezas anteriores. Pero ninguna prueba externa garantiza que los posean. Desde luego, las antiguas pruebas de selectividad no lo garantizaban en absoluto. Personalmente, creo que la prueba de selección ideal consistiría en dar una clase de nivel elemental a los aspirantes y someterlos seguidamente a un examen escrito sobre el contenido de la misma. Sólo entonces los enseñantes tendrían los elementos de juicio suficientes para saber quién está en condiciones de emprender los estudios de determinada materia y a quién hay que desaconsejárselo. Excuso decir que si ningún aspirante pasara la prueba, lo normal sería despedir al profesor sin evaluarlo. Ya se habría puesto él solo en evidencia al conseguir que no lo entendiera nadie. Pero pongámonos razonablemente aristotélicos y hablemos sólo de términos medios.

La obsesión evaluadora es una paranoia social absurda y dañina. Deriva de otra falacia deletérea, la del Cociente o Coeficiente Intelectual, una tontería que ya sólo creen o fingen creérsela los presentadores de televisión basura. Como no tenía otra función que justificar a priori la exclusión social de los pobres, hoy no es de recibo en ningún ámbito serio. En un intento desesperado por justificar las campanas de Gauss –que no necesitan justificación alguna, porque siempre habrá listos, tontos y mediopensionistas– se pasó, con idéntica finalidad implícita, de la falsa medida de las capacidades innatas a la no menos falsa medida de las capacidades adquiridas. Porque en eso y no en otra cosa consiste la evaluación, algo muy diferente de los honestos exámenes meritocráticos de toda la vida, que premian a los empollones y penalizan a los vagos, sin meterse a especular sobre las capacidades de unos y otros.

Resulta curioso, en tal sentido, que los españoles, tan sensibles a las ofensas procedentes de energúmenos gibraltareños, reaccionemos como delincuentes compungidos ante los insultos de los evaluadores de la OCDE, que nos tachan de analfabetos y palurdos (aunque hay analfabetos finísimos y genios de las matemáticas bastante palurdos). Lo que me parece de escándalo es que no protestemos ante la OCDE por un caso tan claro de sabotaje contra la Marca España, como sabemos hacerlo ante Cameron por las mamarrachadas de Fabian Picardo. Que se diga que en España se lee poco o que nadie sabe cómo se usa el ratón de un ordenador es algo que debería preocupar, en todo caso, a los libreros y a las empresas de informática, es decir, a los que necesitan vender letra impresa y ratones (y los libreros se quejan de la competencia que les hacen las empresas de informática, no del nivel de lectura). Pero no a las autoridades y público en general, que sólo tendrían que preguntarse de dónde sacan los evaluadores de la OCDE sus cifras (por si hubiera dudas: las sacan de Google, como todo el mundo). Y, por cierto, el ratón pasó a la historia: hoy los chavales matan el rato en las aulas con tabletas. La evaluación, en fin, no sirve para otra cosa que para imponer el autoritarismo parasitario de una administración acreditadora.

JON JUARISTI, ABC 13/10/13