Jon Juaristi-ABC

  • Será muy difícil restablecer la confianza de los españoles en la democracia liberal

Las reacciones a la muerte del etarra González Sola son una prueba clarísima de la inviabilidad de la democracia liberal en la España de la pandemia. Es obvio que quedan algunos nostálgicos de aquella, aunque no en cantidad suficiente como para influir en la deriva del país, y, desde luego, fuera de la política en general. En los partidos españoles ya no hay demócratas; sólo fanáticos.

La primera reacción que conviene considerar es la de Arnaldo Otegui, una amenaza explícita dirigida al Gobierno: «Mientras el Estado no haga desaparecer su violencia, difícilmente se podrá hablar de convivencia». Se parece mucho a una semejante del lendakari Ardanza al Gobierno de Felipe González en 1986, cuando aseguró que ETA no desaparecería hasta que se respetaran los legítimos derechos del pueblo vasco. En ambos casos se trataría de responsabilizar al Estado de una situación de violencia. En 1986 la lectura de la advertencia de Ardanza era muy clara: si el gobierno desea que ETA desaparezca, deberá ceder a todas las exigencias del PNV, único portavoz autorizado del pueblo vasco. La advertencia de Otegui es más sibilina si cabe: si el gobierno no excarcela a los etarras aún presos, Sánchez no podrá contar con Bildu de ahora en adelante, puesto que la mera permanencia en prisión de los terroristas condenados equivale a una intolerable violencia del Estado contra el pueblo vasco.

Otegui amenaza al Gobierno porque está presionado por sus bases que le exigen romper con Sánchez si no se pone a los etarras en la calle, y Sánchez expresa sus más sentidas condolencias a Bildu como una desesperada disculpa que encubre apenas la promesa de ponerse a ello en cuanto consiga que se aprueben los Presupuestos. La derecha acusa a Sánchez de aliarse con los terroristas contra sus víctimas, y Sánchez reacciona acusando al PP de ser un partido corrupto y antidemocrático y a Ciudadanos de mantener sus pactos con la extrema derecha. De Vox ya se ocupa una trepa de TVE que insulta desaforadamente a Abascal so pretexto de hacerle una entrevista de interés humano.

En estas circunstancias, es difícil que se restablezca la confianza de los españoles en la democracia liberal. Entre los seguidores de los partidos de la izquierda, porque su gobierno ha ido demasiado lejos en la creación de una enorme red clientelar de población subvencionada y de cargos, carguitos y enchufes en general dentro de las administraciones que controlan, una red que se movilizará en la calle ante cualquier atisbo de que la derecha pueda ganar las próximas elecciones legislativas. En rigor, la manifestación del 8 de marzo fue una demostración masiva de que a la izquierda no le importa arriesgar la democracia, la salud pública o lo que sea, y que está dispuesta a tomar medidas drásticas o superdrásticas (tía), para mantenerse en el poder. Ha optado abiertamente por el modelo bolivariano.

Los partidos nacionalistas nunca han creído en la democracia liberal. Lo suyo son las «democracias étnicas». Pero, ¿qué pasa con los votantes liberales de la derecha? Pues que se han sentido estafados en sus expectativas. En nombre de la democracia se ha proscrito de la vida pública la moral cristiana y el patriotismo. Además, la derecha culpa tácitamente a la democracia liberal de la paradójica victoria política de una ETA teóricamente derrotada, del mismo modo que los hoy triunfantes populismos centroeuropeos comenzaron culpando a la democracia recién estrenada de la pervivencia camaleónica de los partidos comunistas. Las exequias del etarra González Sola vienen a ser así las de una democracia que se ha suicidado. No preguntes por quién doblan las campanas, etcétera.