JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO
- Las recientes declaraciones de Pablo Iglesias y Maddalen Iriarte, además de falsas, son mendaces y dejan muy malparada su fiabilidad personal y política
Las palabras importan en política. Muchas son insustanciales y se desvanecen nada más ser pronunciadas. Otras, en cambio, tienen peso y perduran en la memoria, bien sea por la gravedad de su contenido, bien por ser definitorias de la fiabilidad de quien las pronuncia. De éstas, en esa doble cualidad, dos han coincidido en las últimas semanas y merecen más detenida atención de la que se les ha prestado. Las primeras son del vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, quien equiparó la huida de Carles Puigdemont frente a la acción de la Justicia española al exilio de quienes se expatriaron tras la Guerra Civil. Las segundas las profirió la portavoz de EH Bildu en el Parlamento vasco, Maddalen Iriarte, quien declaró controvertible la injusticia del daño causado por ETA. Ambos tienen la suficiente relevancia en sus respectivos ámbitos para que sus palabras resulten políticamente significativas y dignas de análisis.
En todo juicio, dos son los aspectos que han de ponderarse para su evaluación. Desde un punto de vista objetivo, se trata de discernir si las palabras son verdaderas o falsas, es decir, si, de acuerdo con la acepción tradicional del concepto de verdad, su contenido se adecúa o no a la realidad. Desde otro más subjetivo, la adecuación ha de darse en el interior del sujeto entre su pensamiento y la palabra que pronuncia. En este segundo aspecto, la cosa no va de veracidad o falsedad de las palabras, sino de sinceridad o mendacidad de sus autores. Pues bien, tanto en el aspecto objetivo como en el subjetivo, la evaluación de los casos en cuestión arroja resultado negativo. Las palabras son falsas y quienes las profieren, mendaces.
La equiparación que efectúa Pablo Iglesias entre huida y exilio ha sido rebatida por todos los que la han enjuiciado. De ella se ha discutido, no su carácter verdadero o falso, sino el tamaño del dislate que encierra. Huida y exilio, aplicados a los dos casos citados, pertenecen a categorías tan dispares que no admiten posibilidad siquiera de comparación. Desde un punto de vista objetivo, Iglesias desbarra. Maddalen Iriarte, de su lado, pisaba un terreno en el que, más que de verdad o falsedad, la cosa iba de un enjuiciamiento de los hechos que comprometía la posición política que uno defiende. Pero, en lo que aquí importa, el relativismo ético con que la interesada enjuició actos que involucran derechos esenciales del ser humano y, más en concreto, asuntos de vida o muerte, resulta del todo rechazable. Matar por diferencias ideológicas o intereses de poder, lo mismo que asesinar o torturar por razones llamadas de Estado, son prácticas éticamente abominables en cualquier sociedad merecedora de tal nombre. La justicia o injusticia de tales hechos no se dirime en el relato que de los hechos se construya, sino bajo un estricto criterio de lesa humanidad. Las palabras de ambos fueron, pues, en sus contenidos, falsas
Pero, entrando ahora en el delicado ámbito de la subjetividad, ni Pablo Iglesias ni Maddalen Iriarte dijeron lo que pensaban sobre sus respectivos asuntos. Sabe de sobra el uno que huida y exilio son, en el caso que nos ocupa, términos incomparables y la otra es plenamente consciente de que la justicia o la injusticia de la violencia de ETA no se dirime en el relato. El pensamiento no se adecuó a las palabras. Ambos dijeron lo que dijeron, no porque así lo creyeran, sino porque querían primar intereses o someterse a requerimientos políticos. El interés de Iglesias era congraciarse con el soberanismo. El requerimiento de Iriarte consistía en el secuestro al que su libertad se halla sometida por la presión de una militancia que ha trazado líneas claras que nadie puede rebasar. Las palabras de ambos fueron, pues, además de falsas, mendaces.
Nada de ello exculpa a sus autores, como si los intereses y requerimientos fueran imposiciones de una supuesta obediencia debida. Todo lo contrario. La mendacidad es definitoria de un modo de ser que descalifica de raíz a quien la practica. El sometimiento de algo tan personal como el propio pensamiento a exigencias exógenas en asuntos de tanta sensibilidad como el exilio, en el caso de Iglesias, o la eticidad de la violencia de ETA, en el de Iriarte, demuestra, en quien lo acepta, muy escasa fiabilidad profesional y personal, háyalo aceptado por voluntad propia o por imposición del grupo. Pero nadie pagará por ello. Se ejerce hoy una política que tiene incorporada la mendacidad como un elemento más de los que componen el paisaje.