Ignacio Varela-El Confidencial
- La fórmula de Castilla y León se ha convertido en una bandera de la izquierda y una carga para Feijóo en su plan de atraer a un número importante de votantes procedentes del PSOE
En febrero de 2022, la dirección del Partido Popular cometió un error estratégico monumental, obligando al presidente de Castilla y León a romper abruptamente una coalición de gobierno con Ciudadanos que funcionaba aceptablemente y provocar unas elecciones anticipadas que nadie comprendió.
Alguien fue víctima de un espejismo y creyó que Mañueco repetiría la hazaña de Isabel Díaz Ayuso. A ese error primigenio siguieron otros dos: una gestión imprudente de las expectativas preelectorales y un manejo atropellado del escenario poselectoral. A causa de lo primero, la victoria electoral objetiva del PP se transformó en derrota política subjetiva. Como consecuencia de lo segundo, Mañueco se vio atrapado en un Gobierno de coalición con Vox completamente disfuncional y expuesto a las excentricidades de un vicepresidente inepto y loquinario, cuando con un poco de sosiego y sangre fría podría haber formado un Gobierno monocolor tan precario como se quiera, pero menos tóxico que el que firmó.
Desde entonces, la fórmula de Castilla y León se ha convertido en una bandera de la izquierda y una carga para Feijóo en su plan de atraer a un número importante de votantes procedentes del PSOE y hastiados del sanchismo.
Feijóo necesita que el 28 de mayo muchos de ellos venzan el escrúpulo ancestral de elegir —quizá por primera vez en sus vidas— la papeleta de la gaviota. No solo para engrosar su cuota de poder territorial; también porque a quienes den el paso en mayo les resultará menos costoso repetirlo en diciembre. Pero la perspectiva verosímil de que los gobiernos municipales y autonómicos se pueblen de gamberros políticos de la extrema derecha como el tal García-Gallardo resulta terminantemente disuasoria para ese público.
Mañueco y su Gobierno Godzilla, aunque no compitan en estas elecciones autonómicas, serán los invitados de honor de la campaña del PSOE, que no dejará un solo día de pasearlos por España como ejemplo vivo de lo que espera a quienes caigan en la tentación de confiar en el partido de Feijóo.
Sospecho que los estrategas monclovitas más lúcidos —si es que queda alguno de esa especie— contemplan con cierta resignación la pérdida de un puñado de gobiernos municipales y autonómicos que en 2019 el PSOE obtuvo de carambola. Pero esperan secretamente obtener ventaja de la desgracia si el precio que pague el PP por su botín del 28-M es verse enredado en una telaraña de coaliciones de gobierno o pactos de legislatura con Vox.
Si los resultados del 28-M permiten generalizar los modelos de Ayuso y Moreno Bonilla, quedará expedito el camino de Feijóo hacia un Gobierno libre de compañías cavernarias. Si lo que se extiende en los gobiernos territoriales es el modelo de Mañueco, la campaña de la alerta antifascista desde la izquierda cobrará un grosor inusitado y Abascal podrá comenzar a barajar los nombres que lo acompañarán al Consejo de Ministros (entre ellos, con certeza, no figurará el pobre Tamames).
Pero no es preciso que las candidaturas del PP obtengan victorias tan abultadas como las de Ayuso o Moreno Bonilla para escapar del modelo Mañueco. Con cifras positivas, aunque más modestas, debería ser posible alumbrar gobiernos monocolores sin vínculos orgánicos —ni siquiera hipotecas programáticas— impuestos por Vox. Siempre, claro está, que exista una férrea voluntad política de que así sea, incluyendo algunos sacrificios puntuales.
Empecemos por los ayuntamientos. En muchos de ellos (hablo de miles), el desplazamiento masivo de los antiguos votantes de Ciudadanos al PP y la consiguiente agrupación del voto de la derecha en dos siglas y no en tres deben bastar para que la candidatura del PP pase inercialmente a ser la más votada. Sabemos lo que eso significa: salvo que la izquierda consiga mayoría absoluta, el candidato del PP obtendrá la alcaldía automáticamente sin necesidad de reclamar el voto de Vox y mucho menos integrarlo en su equipo de gobierno.
Baste el ejemplo de Madrid: en 2019, el PP tuvo el 24% del voto popular y Ciudadanos el 19%, sumando un 43%. Gracias a ello, Más Madrid, con el 31%, fue la lista más votada y la derecha tuvo que recurrir al apoyo de Vox para que Almeida alcanzara la alcaldía. En 2023, pueden darse por hechas dos cosas en Madrid: que Almeida encabezará la lista más votada y que la izquierda no sumará mayoría absoluta. Siempre que esto suceda en cualquier ayuntamiento de España, lo que haga Vox será irrelevante para la elección del alcalde, salvo que apoye al candidato de Sánchez.
Ciertamente, habrá problemas de gobernabilidad. Pero la posición del alcalde estará blindada, porque no existirá una moción de censura viable; además, en los ayuntamientos no es posible disolver y anticipar las elecciones. La proliferación de candidaturas locales ideológicamente amorfas aportará una funcional vía de desagüe para ir tirando en el gobierno cotidiano.
En las comunidades autónomas, la cosa es algo más complicada, porque el mecanismo de las investiduras es similar al que funciona en el Congreso. Para empezar, el PP retendrá sin dificultad los dos gobiernos que pone en juego, Madrid y Murcia. Es fácil que, en varias de las demás, el PP supere al PSOE en votos y escaños, ocupando la primera posición, y que la izquierda no sume mayoría absoluta (si la tuviera, la activaría inmediatamente). Ello pondría la elección presidencial en manos de Vox; pero sería una ventaja solo aparente. Si los de Abascal se ven privados de una negociación extorsionadora con el PP, solo les quedarán dos vías de tránsito: resignarse y consentir la elección de un presidente del PP allí donde ahora hay uno del PSOE, o empecinarse, provocar la repetición de las elecciones y tratar de explicárselo al electorado de la derecha sin que los corran a gorrazos. Ese es el camino que debió seguir Mañueco si hubiera mantenido la calma y sus jefes de Madrid no se hubieran puesto ya la soga al cuello por su propia falta de caletre.
La dificultad se presentará en los lugares en los que la izquierda sea la lista más votada, pero los escaños del PP y Vox sumen mayoría absoluta. Presiento que eso sucederá en pocos sitios. Salvo casos excepcionales, si en ellos Feijóo hace honor a su propia doctrina y renuncia a la coalición negativa con la extrema derecha, el coste político será asumible.
Ni los estrategas socialistas deberían confiar tanto en la proliferación de Mañuecos, ni los del PP dejarse abrumar por esa perspectiva: en realidad, su posición de partida es mucho más fuerte de lo que ellos mismos perciben desde el momento en que Sánchez extirpó del PSOE la vocación mayoritaria.
La tesis de que gobierne el partido más votado puede ser el fruto de un acuerdo político, hoy por hoy imposible; o puede ser una realidad de hecho si se plantea el desafío justamente en ese terreno y, a continuación, se afronta con serenidad el ejercicio de gobernar en minoría, probablemente recuperando la práctica saludable de las geometrías variables. Algo que el partido de Feijóo puede hacer si se lo propone y el de Sánchez ya no, aunque se lo propusiera.