Carlos Sánchez-El Confidencial

  • La política española se ha envilecido. La tragedia de Ciudadanos es fruto de su propia estrategia, pero también representa el fracaso de los nuevos jugadores que vinieron a cambiar el tablero político

Este fin de semana Ciudadanos celebra una crucial convención para decidir su futuro. Es probable que sea la última. O no. La política española cabalga a lomos de una montaña rusa tan disparatada que un partido que celebra su decimoquinto aniversario se ve avejentado prematuramente por buena parte de la opinión pública. 

Algo parecido le sucede a Podemos —poco más de siete años de vida—, y antes le ocurrió a UPyD, trece años de existencia entre su nacimiento y su disolución formal, aunque ya antes vagaba en la inanición. Vox, el partido de Abascal, está hoy en niveles máximos de representación, pero su rápido crecimiento desde las elecciones andaluzas de 2018 contiene muchos factores coyunturales vinculados a la cuestión catalana, al desplome del Partido Popular, al auge del populismo y, en general, al desgaste, y hasta el descrédito en algunos casos, de las democracias liberales, tanto en España como en el extranjero. Sin duda, por una creciente proletarización de las clases medias que la demagogia ha aprovechado porque existía el suficiente caldo de cultivo.

Si Ciudadanos no resiste, y nada indica que lo pueda hacer, es probable que la política española asista al funeral del partido 

Hacer estimaciones sobre el futuro de Ciudadanos, por lo tanto, contiene una gran incertidumbre, pero parece evidente que el partido de Arrimadas se juega su existencia en las próximas elecciones. Tanto en las andaluzas (fecha tope finales de 2022) como en las municipales y autonómicas (mayo de 2023). Si Ciudadanos no resiste, y nada indica que lo pueda hacer, es probable que la política española asista al funeral de un partido que nació primero como un referente necesario del constitucionalismo en Cataluña, y que acabó transformándose en un movimiento de la sociedad civil en favor de la regeneración ética de la vida pública, como lo fue Podemos. Primero, como un partido socialdemócrata moderado y después de corte liberal, aunque hoy sea cada vez más difícil establecer fronteras entre ambos conceptos. No se puede ser socialdemócrata sin ser liberal, y viceversa, salvo que se confunda el liberalismo con la acracia económica y con la demolición del Estado protector, incompatible con los estados modernos. O la socialdemocracia con un sistema autoritario.

Barreras de entrada

Se ha dicho, con razón, que si Ciudadanos sucumbe lo que desaparece, en realidad, es el enésimo intento por crear un espacio político de centro situado entre el PSOE y el PP, inaugurado con la ‘operación Roca‘ en plena hegemonía socialista. Pero es una verdad a medias. Lo que revela es la existencia de barreras de entrada al sistema parlamentario que frenan la participación de nuevos partidos en el mercado de la competencia política, ya sea a través de la ley electoral, que penaliza a los partidos pequeños que se presentan en el conjunto del país y no en un territorio concreto; mediante la imposición de un suelo de votos, un 3% o un 5%, según las circunscripciones electorales, o a través de recursos económicos que el Estado pone a disposición de los partidos y que favorecen a las formaciones más grandes. 

Estos mecanismos defensivos —idénticos en otros países— son los que explican las enormes dificultades que existen para expulsar democráticamente a un partido político del sistema de representación, aunque su gestión haya sido una calamidad. Pese a ello, algunos partidos lograron superar esas barreras, lo que da idea de la intensidad de la anterior crisis. Hasta el punto de que en algún momento Cs y Podemos, hoy subalternos de los partidos a los que venían a sustituir, llegaron a amenazar al bipartidismo. 

Sus errores, sin embargo, han sido tan groseros que en plena borrachera de votos llegaron a creer en el sorpaso, lo que a la postre les ha llevado a una crisis profunda de representatividad. Sin entender que en un parlamento más fragmentado por la irrupción de pequeños partidos de corte territorial 30 o 40 escaños pueden ser determinantes. La codicia política, la vanidad y las ansias de poder de sus líderes han podido más que la mesura, y de ahí su incapacidad para ‘matar al padre’. 

La primera obligación de un partido que dice defender la Constitución es cumplirla. Las instituciones deben reflejar los cambios sociales 

El resultado, como no podía ser de otra manera, ante la falta de partidos bisagra, es un colapso institucional impropio de un Estado democrático en el siglo XXI. Como muchos han dicho, el bipartidismo ha sido sustituido por el bibloquismo. Los partidos centrales del sistema no solo son incapaces de pactar los asuntos de Estado, y, de hecho, lo que pasa en Cuba o Venezuela se ve como una cuestión de política interna dando la impresión de que les importa un pepino el sufrimiento de cubanos y venezolanos, sino que ni siquiera están en condiciones de ponerse de acuerdo sobre la renovación de los órganos constitucionales. En este caso, por la irresponsabilidad de Casado y su teoría del cuanto peor mejor. Precisamente, cuando la primera obligación de un partido que dice defender la Constitución es cumplirla. Entre otras razones, porque las instituciones deben reflejar los cambios sociales. De otra forma, se convierten en antiguallas por falta de representatividad.

Independencia de criterio

Esta degradación de las instituciones, a la que también contribuye Sánchez con su arrogancia en aras de no enfadar a sus socios parlamentarios, explica que la sentencia del TC sobre el primer estado de alarma se haya visto desde muchos ámbitos en clave ideológica, cuando lo más reseñable, al margen de su contenido, es que los magistrados han actuado —y no es corriente— con independencia de criterio sin banderías partidistas. ¿Qué pensarán sus alumnos de los ilustres catedráticos que han comentado la sentencia sin conocer sus fundamentos jurídicos? El propio Gobierno ha cometido esa temeridad, como ha explicado en este periódico con lucidez José Antonio Zarzalejos.

Esta degradación del sistema político no es gratis. Desde que la anterior crisis económica derivó en una crisis política y de credibilidad de las instituciones, ahí está la salida precipitada del Rey emérito de la jefatura del Estado, el sistema se ha envilecido. Hasta el punto de que el país asiste a un hecho insólito en democracia: la ausencia de parlamentarismo, que no es lo mismo que el Congreso (el Senado es irrelevante) funcione de una manera mecánica. 

Los gobiernos, el Ejecutivo, son cada vez más poderosos y los diputados no son más que brazos de madera que pulsan el botón que exige el jefe de filas, lo cual conspira contra la libertad individual de los representantes del pueblo. El autoritarismo no está solo en Visegrado, también en gobiernos con excesivo poder que asedian al funcionamiento más elemental de la propia democracia. 

No ha fracasado un partido centrista con vocación de bisagra, sino que ha fallado la regeneración estructural de la política española 

Es como si la vida política se le hubiera hurtado al parlamento, que es el espacio natural de entendimiento de los partidos, y no solo de los socios que respaldan al Gobierno. Es como si se hubiera trasladado la representación de la soberanía popular al ámbito de lo mediático, lo que hace imposible los acuerdos. Entre otras razones, porque en la naturaleza del poder está convertir al adversario en enemigo, que es justo lo contrario del parlamentarismo, que por definición es lo opuesto a la política de bloques. 

La desnaturalización de la democracia no es, desde luego, un problema genuinamente español, pero sí su cronificación. Probablemente, porque se ve la política como un coto cerrado en el que solo pueden cazar quienes detentan el poder, lo cual convierte el debate ideológico en una lucha encarnizada. La Asamblea de Madrid es un buen ejemplo. 

Para lograr este objetivo, se construyen falsos antagonismos ideológicos que buscan polarizar a la sociedad, como si las propuestas de Sánchez y Casado, en particular en el terreno económico, fueran radicalmente distintas, cuando hoy el país empieza a sacar la cabeza gracias a cuatro factores que vienen de fuera y a los que ni uno ni otro han contribuido de forma decisiva: la vacunación, la suspensión de las reglas fiscales, la puesta a disposición de los fondos europeos y las ingentes compras de deuda por parte del banco central. Sin estas cuatro aportaciones, España estaría hoy sumida en una crisis descomunal, como fue la de 2008, de la que tardó seis años en recuperarse. Conviene recordarlo cuando se dice que ahora se están haciendo las cosas de otra manera. Ni siquiera Cataluña es un asunto de Estado, cuando todo el mundo sabe que el perímetro legal es el que marca la Constitución, y que la fuerza del independentismo es, precisamente, la debilidad de las políticas de Estado.

Malos incentivos

La existencia de barreras de entrada a la política, mediante listas cerradas u otros mecanismos defensivos, no es un asunto cualquiera. Supone un incentivo a la creación de gobiernos fuertes, estructurados en torno a partidos sin ningún interés en renovarse, más allá de las caras, y que crecen sobre las cenizas del parlamentarismo, toda vez que para ello utilizan su enorme capacidad para controlar todos los resortes del poder, ya sea a través del clientelismo político o mediante el asalto de las instituciones. 

No es baladí que España sea uno de los países del mundo donde hay más cambios en la Administración cuando llega un nuevo Gobierno, incluso en los niveles más bajos. 

Cabe recordar que la irrupción de Trump o el triunfo del Brexit, además de otras causas, tuvo que ver con el desgaste del viejo bipartidismo imperante en EEUU y Reino Unido, que no supo leer las consecuencias de la globalización sobre amplias capas sociales que antes estaban integradas en el sistema político. En España, todo un ex primer ministro francés, Manuel Valls, tuvo que huir porque se le ocurrió pactar para evitar que Barcelona cayera en manos del independentismo, lo que refleja el encanallamiento a la que ha llegado el sistema político. Sin duda, porque los partidos, en este caso Ciudadanos, con una estructura de poder fuertemente centralizada, tienden a ningunear a las minorías, que son quienes garantizan la pluralidad en cualquier formación política

La existencia de barreras de entrada a la política, mediante listas cerradas u otros mecanismos defensivos, no es un asunto cualquiera 

Precisamente, el escenario al que parece encaminarse ahora la política española tras el previsible colapso de Ciudadanos. No es que haya fracasado un partido centrista con vocación de bisagra, sino que lo que ha fallado es una regeneración estructural de la política española, lo que explica que se hayan ido acumulando los viejos problemas. Solo hay que releer los programas electorales de 2015, el año en que comenzó a resquebrajarse la hegemonía absoluta del PSOE y del PP, para comprobar cómo muchos de los rasgos que definen la calidad de una democracia siguen sin ser atendidos: transparencia, rendición de cuentas, aforamientos, despolitización de la justicia, mejora de los sistemas de representación o reforzamiento de la calidad institucional. O, incluso, la mejora del sistema de elección de las élites, que en última instancia es la mejor garantía de que funciona la igualdad de oportunidades. Y es lo que en España falla de forma clamorosa

Nada o muy poco se ha hecho, pero ahora con una diferencia. El adocenamiento supone recuperar el viejo turnismo de los partidos dinásticos, lo cual solo puede generar preocupación. Réquiem por un difunto.