Ignacio Varela-El Confidencial
Los hechos de los últimos días han terminado de liquidar cualquier apariencia de autoridad política de quien ya no es útil ni como marioneta
Espero que el presidente del Gobierno sepa lo que hace al obstinarse en mantener su intención de viajar a Barcelona el 6 de febrero para entrevistarse oficialmente con la figura fantochesca que dice seguir ostentando, contra toda evidencia empírica, la condición de ‘president’ de la Generalitat (lo de ‘molt honorable’ se lo dejaron por el camino sus antecesores).
Se mire por donde se mire, no se vislumbra qué clase de beneficio se obtendrá de un acto que tendrá mucho de espectral. Ningún resultado puede salir de esa conversación salvo un colosal papelón si, como podría ocurrir, la Justicia dictamina que Torra dejó de ser presidente de la Generalitat el mismo día en que perdió su condición de diputado. Es decir, que Sánchez se habría entrevistado con un usurpador del cargo. Ni siquiera podría alegar engaño, porque es público y notorio que la condición presidencial de Torrra es, en este momento, un asunto jurídicamente oscuro.
Torra no preside un Gobierno: él mismo se ha encargado de que Cataluña carezca de tal cosa. Los consejeros actúan por su cuenta y ninguno espera recibir de él instrucciones o directrices. El llamado Govern de la Generalitat es hoy cualquier cosa menos un órgano operativo de gobierno con dirección o jerarquía reconocibles. Si algo funciona en Cataluña es por la inercia del aparato administrativo, no porque haya alguien al timón.
Ni siquiera los suyos le reconocen ya los atributos presidenciales básicos. No puede nombrar o cesar consejeros (intentó sustituir al de Interior y no se lo permitieron; amagó con quitar al vicepresidente, que lo traiciona todos los días para ocupar su lugar, y lo frenaron en seco). No puede marcar políticas de gobierno. Se entera por la prensa de las negociaciones de los Presupuestos y de la gestación de mesas de diálogo entre gobiernos. Se le niega hasta la capacidad de convocar las elecciones. En el patético pleno del lunes, amenazó con usar esa potestad y le llegó un mensaje fulminante de Bruselas. Habrá elecciones en Cataluña, pero no será cuando lo decida Torra. Y desde luego, no serán para votar a Torra. El tipo al que Sánchez rendirá pleitesía el día 6 está excluido del futuro por los mismos que lo pusieron ahí. ¿De qué futuro puede hablarse con él?
Torra es ya un desecho político, un estorbo prescindible. Para todos… excepto para Pedro Sánchez. ¿Por qué? Quizá precisamente por eso: hablar con quien no pinta nada permite mantener el relato ficticio del diálogo y a nada compromete, puesto que el interlocutor no está en condiciones de comprometerse a nada.
No hay una sola cuestión relevante sobre el llamado conflicto catalán en la que Torrra sea interlocutor válido o cuya palabra garantice algo. Todo lo que Sánchez le diga en esa entrevista resultará inane, y todo lo que él diga a Sánchez no valdrá un maravedí. Nadie en el mundo independentista, ni ERC, ni las múltiples facciones exconvergentes, ni la CUP, ni la ANC ni los piquetes de los CDR que en su día intentó capitanear, se sentirá vinculado por lo que Torra pretenda acordar con Sánchez. Por supuesto, qué decir de las fuerzas económicas y sociales de Cataluña o del propio PSC, que solo especula con el momento de reproducir en el Parlamento catalán el acuerdo que apadrinó en el de España para regresar a los tiempos felices del tripartito.
La portavoz del Gobierno afirmó ayer, categóricamente, que Torra sigue siendo presidente de la Generalitat. Es algo sumamente arriesgado tratándose de algo que está siendo dilucidado en los tribunales, sobre todo si se corrobora con una entrevista oficial en pleno litigio. De hecho, hay poderosas razones, en la letra y en el espíritu del Estatuto, para defender lo contrario. Un elemental sentido institucional aconsejaría mayor prudencia.
Esta es la enésima ocasión, en las últimas semanas, en que el Gobierno desafía la Justicia criticando abiertamente sus decisiones, cuestionando su neutralidad y respaldando las posiciones y los intereses de los independentistas. A estas alturas, es ya manifiesto que se trata de un designio estratégico. De todas las cosas irresponsables que ha hecho Pedro Sánchez desde 2014 hasta hoy, esta es una de las más insensatas. No hay política de alianzas que justifique semejante desgarro institucional.
Aun admitiendo la confusa retórica gubernamental del “diálogo sobre el conflicto”, para llevar adelante esa estrategia lo primero que se necesita es saber quién manda en Cataluña. Difícil cuestión, porque los dirigentes nacionalistas se han ocupado de arrasar su propia institucionalidad, se han declarado la guerra civil y se disputan la jefatura un presidiario y un fugitivo. Solo una cosa está clara: quien no manda hoy, y mucho menos mandará mañana, es Torra. Así que los Casado, Arrimadas y Abascal pueden ahorrarse la habitual letanía de escandalizados adjetivos grandilocuentes: esa reunión del 6 de febrero no será felonía ni traición, sino simple mascarada inútil. Una más.
Por lo demás, el motivo último por el que Sánchez, arriesgando su propio crédito, está dispuesto a suministrar una última dosis de oxígeno a un moribundo político con el que no queda nada que negociar, es un misterio. Quizá se trate de mantener al pelele artificialmente vivo hasta que ERC pueda votar los Presupuestos y Puigdemont poner orden en el caos convergente sin la presión de una convocatoria electoral tras la cual, me temo, seguirá sin respuesta la cuestión de quién manda en Cataluña, territorio sin ley.