Hierven los pasillos

ABC 19/02/15
DAVID GISTAU

Dentro de la abulia característica, el debate se animó gracias a uno de esos momentos Montoro que a veces detonan cuando habla el ministro. Alberto Garzón le citó a Miguel Hernández, como excluyendo al ministro de los andaluces de Jaén a los que cantó el poeta, y Montoro lo miró y soltó una frase displicente a la que sólo le faltó el palillo entre los dientes: «Ay, ya está la izquierda, con sus poetas y sus cantautores…». Con sus «hippies», pudo agregar, acaso lamentando no haber nacido a tiempo de endilgar a las nanas de la cebolla un 21% de IVA castigador, pues es ahí adonde Montoro se lleva la mano cuando oye la palabra cultura.

Las imputaciones de Griñán y Chaves, en cambio, no irrumpieron en el debate. En estas ocasiones, da la impresión de que el PSOE y el PP son reticentes a hacerse daño con la corrupción porque funciona el acrónimo de la Guerra Fría: DMA, Destrucción Mutua Asegurada. Sólo los periodistas incordiaron en los pasillos cuando pidieron a los socialistas respuestas acerca de las contradicciones entre el implacable discurso regenerador y la tolerancia con estos imputados en concreto. Hay que admitir que recién llegados como César Luena han aprendido muy pronto a impostar la mudez desdeñosa con la que atraviesan los corrillos erizados de micrófonos antes de desaparecer por una escalera. Hubo un momento en que el propio Chaves se demoró al ponerse el abrigo junto a un perchero, vigilando por el rabillo del ojo la montonera de reporteros que lo aguardaba en el corredor. Parecía que se estaba subiendo a la vagoneta del tren de la bruja. No le resultó fácil deshacerse de la melé, que atravesó con una expresión de sufrimiento que recordaba la de Isabel Pantoja aquella vez en que hasta le tiraron del pelo al salir de los juzgados.

Mientras esto sucedía en los corredores, en el microclima del Hemiciclo tenía lugar una conversación más bien ajena a la «rabiosa actualidad». Rosa Díez, que dispersó su intervención apocalíptica en descalificaciones personales rematadas por una pregunta más propia de la entrevista a un asesino en serie –«¿Cómo puede usted dormir por las noches?»–, y Pedr Schz coincidieron en inquirir a Rajoy sobre desigualdades sociales tales como la diferencia salarial entre mujeres y hombres. Más allá de que no resulte fácil averiguar cómo, en una sociedad de libre mercado, un gobierno puede imponer sueldos a las empresas privadas como no sea alentando con bonificaciones fiscales un tipo de contratación sobre otro, las dos preguntas dejaron una sensación que probablemente no era la que buscaban los portavoces de la oposición. Porque el debate de la diferencia salarial pertenece a un tiempo antes de prosperidad que de crisis. Está ubicado en un escalón de la pirámide de Maslow menos agónico que el del paro masivo o los millones de familias sin ingreso alguno, problemas que eran los que no hace mucho copaban por completo las inquietudes de índole económica. Fue un modo involuntario de admitir que el Parlamento puede discutir ya asuntos que no tienen que ver con la mera supervivencia colectiva, sino con el ajuste de un molde de ingeniería social basado en la paridad. En cualquier caso, lo interesante ocurría en los pasillos.