Juan Carlos Girauta-ABC
- Insto a Marlaska, sin esperanza, a que preste un servicio público esencial: el desenmascaramiento
Sería útil descubrir las identidades políticas de las varias turbamultas que vandalizan nuestras ciudades. Lo escribo en plural, identidades, porque la condición heteróclita de los bárbaros es una de las pocas cosas que parecen claras. Existe el caldo de cultivo para que los desórdenes se contagien como un virus paralelo, para que la anécdota de veinte contenedores crezca hasta la categoría de los disturbios crónicos. A la catalana. Así que, ¿quiénes son, de dónde han salido, qué pretenden?
Insto a Marlaska, sin esperanza, a que preste un servicio público esencial: el desenmascaramiento. Requerirá tácticas de inteligencia que fundamenten, acto seguido, estrategias inteligentes. Una forma rápida de abortar la satisfacción de esa necesidad, empeorando las cosas y enmarañando aún más la
madeja, es seguir el camino que han enfilado los partidos extremistas de gobierno y sus esclavos voluntarios, los que viven pidiendo perdón por existir: señalar al contrario. De creer a Podemos y a Ciudadanos, los violentos son de extrema derecha. Y sin duda los hubo de ese signo, pero no solo.
Las revueltas son todavía leves. Están a años luz de la quema de Barcelona que, por cierto, según las investigaciones de la Guardia Civil, fue organizada por varios empresarios, uno de los cuales ha estado contratado como consejero asesor por varias empresas del Ibex. Pero, por leves que sean, encierran gran peligro por razones sanitarias y socioeconómicas. Porque estamos en la segunda ola de una cruda, recalcitrante pandemia, y porque la sociedad se está depauperando por momentos.
Sin desdeñar factores que no se suelen contemplar y que a menudo prenden la mecha de las catástrofes: el trastorno del hombre callado que, de repente, se ve olvidado de todos, arruinado, postergado, arrojado a los márgenes, quizá pronto vuelto a encerrar en su piso jaula, y cuyo espíritu no encuentra más escapatoria que el ensimismamiento fatal y la paranoia conspirativa. Que algunos de los afectados por dramas sordos dan un paso sin vuelta atrás contra sí mismos es tristemente sabido y, acto seguido, olvidado. Que alguno de ellos dé un paso contra «el sistema» es una cuestión de mera estadística.
Están los que se apuntan a un bombardeo, espontáneos que aprovechan para robar bicis y venderlas. No parecen muy movidos por convicciones políticas. Basta con echar un vistazo a los vídeos disponibles para darse cuanta de la presencia de profesionales de la guerrilla urbana. Y aquí tales profesionales son de extrema izquierda y separatistas. Más que nada porque la guerrilla urbana es una disciplina eminentemente práctica, como la gestión de empresas en Harvard: lo teórico tiene un valor muy relativo. Hay pues una macedonia de cafres inciviles, sin y con motivación política, enloquecidos y cuerdos, indignados y fríos, descerebrados y calculadores. Urge un retrato de grupo, hiperrealista.