FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO
El autor cree que los resultados electorales y, sobre todo, el entusiasmo con el que han sido recibidos por parte de la izquierda no invitan a la tranquilidad. Subraya que el infantilismo catalán se premia.
No desatiendan las asimetrías. En Cataluña no hay fiesta de pueblo en la que no se realice un acto equivalente con las figuras del Rey o del presidente de turno. Eso sí, no se les quema por delincuentes sino por españoles. Puigdemont, en Coripe, resulta intercambiable, lo ha sido en años anteriores, por cualquier otro delincuente. El Rey lo sería por cualquiera de nosotros. Los del «unos y otros son lo mismo» mienten. Se comprobó hace un par de meses, cuando Madrid, el supuesto epicentro del nacionalismo español, recibió con indiferencia a miles de nacionalistas con banderas y símbolos que condensaban dos mensajes: España es una dictadura y nuestro objetivo político es privaros de los derechos de ciudadanía en una parte de vuestro país. Ahora comparen con Rentería, la Autónoma o Vic.
No hay equiparación posible. Por supuesto, el constitucionalismo es moralmente superior. Lo hemos demostrado. Desde hace tiempo. Este país combatió el terrorismo nacionalista vasco sin acudir al Estado de excepción, sin una ETA del otro lado y llevando a los tribunales a la cúpula de Interior de un Gobierno socialista por guerra sucia. Lecciones, quien pueda darlas. No les estoy contado nada que no sepan; si acaso, el trasfondo moral de lo que saben.
Sigamos con las asimetrías. En los días anteriores a las elecciones he visto a inteligencias no despreciables mostrar su preocupación por la aparición de un nacionalismo español. Yo no estaba preocupado. Conozco los indicadores y este país es el menos nacionalista de Europa. El espantajo del nacionalismo español es otro de los cuentos de nacionalismo fetén que tantos dan por bueno sin tasarlo. Un simple corolario de su mentira fundamental: España es el franquismo. En España un Plan Hidrológico es facha. Con esas coordenadas, Macron, con sus banderas y su Marsellesa en las escuelas, pasaría a Vox por la derecha.
En todo caso, ya sabemos el alcance del temido nacionalismo español. Sabemos cuántos lo han votado y, también, lo que no es menos importante, cuántos han votado en su contra. Podemos respirar tranquilos. Y ahora volvamos la mirada a los nacionalismos profesionales, los que han demostrado que van en serio. Unos han asesinado en nombre de la patria vasca y otros han intentado un golpe de Estado. Han ido juntos a las elecciones y han sido votados mayoritariamente. Quizá es hora de ver qué hacemos con los nacionalistas que se han saltado la ley una vez hemos parado los pies a los que la cumplen.
Los resultados electorales y, sobre todo, el entusiasmo con el que han sido recibidos por parte de la izquierda no invitan a la tranquilidad. El infantilismo catalán se premia. Hay una prueba definitiva: Rufián ha sido el político más votado. Ha vencido a los dos mejores candidatos de las últimas elecciones, dos mujeres. Su partido se ha presentado en compañía de Otegi, el de Hipercor: 21 muertos y 45 heridos; Avenida Meridiana, corazón obrero de Barcelona. Y los talentos de Rufián son conocidos. Sus argumentos encuentran excesiva la longitud de un tuit y un telegrama lo abruma por barroquismo. Pues sí: el caca, culo, pedo, pis ha obtenido más votos que Arrimadas y Álvarez de Toledo.
El diagnóstico se impone: estamos ante una sociedad pueril que desvincula los actos de sus consecuencias. No sucede solo en Cataluña. Es una conocida patología de la moderna democracia: los votantes prefieren el pan para hoy y eligen a quienes escamotean los problemas (Ch. Achen y L. Bartels, en Democracy for Realists). Solo que en Cataluña es infinitamente más grave. Es una genuina seña de identidad que alcanza también a los políticos y no en asuntos menores. Recuerden a Forcadell: «A mí Junqueras me dijo que no me pasaría nada». Solo a ratos, ante los tribunales o cuando se acelera el curso de la historia y se estrecha el plazo entre los actos y sus consecuencias y entra el vértigo, como en octubre de 2017, se roza la madurez. Pero solo un rato, que cansa mucho ser adulto. El infantilismo, además, encuentra un excelente nutriente en una ideología gregaria en la que todo se da supuesto: ese adolescente gesto de chocar los hombros en el que todo se sobreentiende. 24 horas al día viviendo entre sobreentendidos, en la escuela y en los medios, sin demorarse en los argumentos.
Seguramente concurren otras circunstancias. Pero hay una fundamental, que sella el círculo de la perpetua adolescencia. La dimisión de quienes tienen la obligación moral de emplazar a las criaturas. La campaña electoral es la última prueba. La asimetría en el trato a los dos nacionalismos. Al español, cuyos delitos están por demostrar, había que derrotarlo. A los otros, con pasado delictivo confirmado, perdonarlos y allanarles el camino: Iceta diciendo que el problema es España, que a los golpistas hay que indultarlos y que el separatismo contiene un fondo de verdad y de justicia.
Naturalmente, en esas condiciones, cuando cualquier comportamiento se perdona, nadie se marcha de casa, las consoladoras mentiras de Iceta siempre vencerán a la precisa racionalidad de Álvarez de Toledo desmontando los sobreentendidos en los que se han recocido varias generaciones y España entera tendrá que disculparse por recordar que hay delincuentes catalanes.
Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).