Miquel Escudero-El Imparcial
No nos cansemos de ser razonables, de usar la razón para ajustar nuestras emociones. Y siendo conscientes de que, tal como dice el profesor Ignacio Morgado, “si la razón no dispusiera de un poderoso ejército de emociones, perdería su eficacia”.
El distinguido economista John Kenneth Galbraith fue un estrecho colaborador del presidente Kennedy, pero se opuso con firmeza a la intervención estadounidense en Vietnam. Era un hombre pragmático que se expresaba con claridad: “Donde funciona el mercado, yo estoy a favor. Donde el gobierno es necesario, yo estoy a favor. Me es profundamente sospechoso alguien que dice: ‘Estoy a favor de la privatización’, o ‘Estoy totalmente a favor de la propiedad pública’. Yo estoy a favor de lo que funcione en cada caso particular”. Suya es la jugosa frase: “Bajo el capitalismo, el hombre explota al hombre. Bajo el comunismo es justo al revés
Viene esto a cuento de la lectura de La sociedad de la desmesura (Gedisa), del colombiano Rubén D. Gualtero, quien fue redactor jefe de la Revista de Psicopatología y Salud Mental del niño y del adolescente, y que hoy trabaja en programas de prevención en salud mental.
En este libro, ofrece unas reflexiones acerca del buen vivir en un mundo acelerado. Ante el aluvión continuo de novedades que aporta la tecnología, se va produciendo una transformación de nuestro modo de ser y de relacionarnos. Hay millones de usuarios de las redes sociales, unas magnitudes incomparables con todo lo anterior. Recoge la opinión de una muchacha finlandesa: “Con el móvil tengo toda mi vida en la palma de la mano”.
Para Gualtero, lo escaso basta. También con la construcción digital del mundo, prosiguen o se acentúan los desequilibrios sociales, el aislamiento y el desasosiego individual; una soledad desesperanzada. Son legión los esclavos de necesidades prescindibles o superfluas, convertidos en seres sin rostro. El autor colombiano quiere mostrarnos su jardín interior y afirma que: “no se trata de aspirar a ser Mozart, Picasso o Tolstoi. Ni tampoco Jacques Cousteau o un campeón de triatlón”, sino de valorar las propias posibilidades y compartir sin mayores pretensiones tus logros.
Tengo claro que de todos podemos aprender, de unos unas cosas y de otros otras, de unos mucho bueno, de otros nada bueno. Siguiendo a Boris Cyrulnik, “para llegar a ser inteligentes debemos ser amados”. Hay hambre de abrazos, en frase de Eduardo Galeano, pero también de flexibilidad, apertura y tolerancia.
Gualtero tiene hoy unos 70 años de edad, y se licenció en la Universidad de Barcelona en los últimos años del franquismo. Cuenta una experiencia en su último año de carrera que, dice, podría parecer una trivialidad, pero que para él no lo fue en absoluto. Para preparar un trabajo de campo que les iba a llevar una semana de estancia en el Pirineo, los estudiantes se reunieron en clase para intercambiar opiniones. A él se le ocurrió comentar que, según Popper, “la verdadera investigación científica no busca acercarse a la verdad, cuanto alejarse del error”. Lo dijo ‘a la pata llana’, sin pensar en las consecuencias… Y fue duramente recriminado por traidor y revisionista: “completamente abochornado, intenté farfullar que yo era una persona de izquierdas, pero sonó el timbre y mi voz quedó ahogada por el jaleo de quienes se levantaban para abandonar el salón. Salí de la clase anonadado. En el metro, de regreso a casa, sentí rabia y perplejidad. Repasaba una y otra vez lo que había dicho y no encontraba la razón de tamaño desprecio”.
Para esquivar más comentarios desagradables y miradas incendiarias, tras su ‘metedura de pata’, dejó de asistir regularmente a aquella clase y cuando lo hacía llegaba tarde. Quedó arrinconado, estigmatizado por los progres talibanes, puritanos reaccionarios.
Las dos páginas en que lo explica me han dado qué pensar. Ha pasado más de medio siglo y resultan, por desgracia, asombrosamente actuales. Me parece que Gualtero no ha superado todavía aquel impacto, que para él supuso un clarinazo y que, según ha dicho, le llevó a estar alerta contra quienes pretenden ser dueños de la verdad absoluta. De hecho, fue un producto del espíritu totalitario. Con este no se puede transigir, ni ir a medias tintas. No hay nada qué hacer.
Como enseñaba Julián Marías, “no se debe intentar satisfacer a quien con nada se va a satisfacer”. A la vez, hay que saber sostener la ecuanimidad y el buen juicio. Y analizar caso por caso, descargados de prejuicios, lo que ocurra a nuestro alrededor.