JUAN CARLOS GIRAUTA, ABC 02/06/2013
· Construcción nacional La historia de la construcción nacional catalana tras el franquismo, una vez fundada Convergencia en 1974, está llena de paradojas.
Una furtiva lágrima, como en el aria de la ópera de Donizetti, pudo brotar de los ojos de doña Letizia la noche del jueves en la penumbra de un palco traidor. Es costumbre reventar las veladas del gran teatro de las Ramblas. Reventarlas a veces en sentido estricto, si añadimos al folklore plebeyo la bomba anarquista de 1893 y su veintena de muertos. La víctima más célebre se llamaba Mariona Rebull, y es fruto de la imaginación de Ignacio Agustí. La prueba de que ya no queda nada de la burguesía que hizo grande Barcelona es que la chusma ha pasado de escupir a las puertas del teatro a ocupar medio patio de butacas.
Como parte de la crème de la Lliga Regionalista de Cambó, Agustí pasó a Burgos durante la guerra y dirigió la revista Destino, que debe su nombre a la joseantoniana «unidad de destino en lo universal». Sólo quienes ignoran lo que significó el anarquismo para el empresariado catalán se sorprenderán de la pronta conversión al franquismo (financiación incluida a los rebeldes) de tantos padres del catalanismo político. A su principal consecución de principios del siglo XX, la Mancomunitat de Catalunya, acaba de homenajear Artur Mas con estas palabras: «Ni monarquías absolutas no dictaduras han conseguido doblegar nunca a Cataluña».
La historia de la construcción nacional catalana tras el franquismo, una vez fundada Convergència en 1974 por Jordi Pujol, está llena de paradojas. Así, la literatura catalana, subvencionada, mimada y apoyada institucional y mediáticamente, no ha vuelto a dar, ni por asomo, nombres de la talla de Pla, Foix, Espriu, Rodoreda, Palau i Fabra, Pedrolo. Ha dado autores valiosos, sí, como Cabré, pero en absoluto se ha repetido el fértil escenario de aquellos años. No es que a la literatura catalana le conviniera la dictadura; denuncio el poder deletéreo de la subvención cultural.
Abundan en Cataluña las paradojas sociológicas, políticas, religiosas, como resultado de ese forzar la realidad, de esa lógica de lecho de Procusto que es el nacionalismo. Pero ver a medio Liceo abucheando a los príncipes supera lo comprensible, al punto que la escena previa a la representación de L’Elisir d’Amore dista mucho de ser una anécdota para convertirse en mayúscula categoría, en punto de inflexión y en emblema de fin de una era. El elixir del odio ha llegado al cerebro.
Un nexo fundamental, un resorte último de seguridad operaba silenciosamente en el enfrentamiento de la parte catalana con el todo español: el respeto de las élites a la Corona. En el deliberado refuerzo de esa lógica cabe insertar la defensa de la Infanta Cristina por el nacionalista, y padre de la Constitución, Miquel Roca. Mientras la gente que cuenta en Cataluña siguiera salvando la Corona, podía mantenerse anclada la nave que Artur Mas desea conducir a la Ítaca de su sueño y de nuestra pesadilla. Pero el veneno de la anti España, como digo, ha alcanzado órganos vitales del cuerpo catalán.
Sin la minuciosa demolición de lo común, sin la diaria demonización mediática de lo español, sin las campañas de «Espanya ens roba», sin la insensatez, el desvarío final y la fuga hacia delante de Artur Mas, resulta incomprensible que el Liceo, templo laico catalán donde siempre se ha preferido dejar el ruido en la calle, intente abochornar a don Felipe y doña Letizia.
Por cierto, ¿qué pueden tener contra ellos? Es sencillo: representan el futuro de España. El futuro del que Mas quiere privar a millones de españoles no intoxicados que seguimos manteniendo nuestra catalanidad, siempre cuestionada por los puros, frente a un catalanismo político cadáver.
JUAN CARLOS GIRAUTA, ABC 02/06/2013