ABC-IGNACIO CAMACHO

El combustible de la aventura era el esfuerzo humano, la capacidad de superación, la pasión eterna por volar más alto

LAS carabelas de Colón y las naos de Elcano eran cáscaras de nuez y el módulo lunar del Apolo 11 tenía una chapa más delgada que cualquier todocamino contemporáneo. El ordenador que guiaba la misión era menos potente que el procesador de tu móvil, y en el último instante, con el corazón a 150 pulsaciones, Armstrong tuvo que alunizar el Eagle a mano. Las grandes hazañas de la exploración en el mar, en la tierra y en el espacio se llevaron a cabo con medios materiales que hoy nos parecerían asombrosamente precarios pero tuvieron éxito porque su verdadero combustible era el esfuerzo humano, la capacidad de sacrificio y de superación, la pasión eterna por llegar más lejos o volar más alto. Nadie se preguntó hace cincuenta años si llegar a la Luna era necesario. Se trataba de una cuestión de optimismo y de voluntad, de fe, de confianza, de entusiasmo; en esencia, de creer con firmeza que la Historia no había terminado.

La diferencia entre aquella época y ésta es la actual aversión al riesgo, el paradigma de contingencia cero. La aventura lunar contemplaba el fracaso –es decir, la muerte– con un margen muy abierto, bajo el consenso social de que aun así valía la pena el intento. Ése era el precio de ensanchar los límites del universo. Los astronautas sabían que si algo fallaba no habría rescate, que nadie subiría a por ellos. No eran hombres superiores a los demás sino distintos a los demás: habían sido entrenados para desprenderse del miedo. Formaban, como escribió Tom Wolfe, la cofradía de Lo Que Hay Que Tener: coraje, temple, agallas, arrestos. Huevos. Y lo hicieron «porque era difícil» (Kennedy), porque suponía un reto, porque les motivaba el honor y la gloria de ser los héroes de un tiempo nuevo.

Ese flirteo con la fatalidad, ese envite a la suerte, es lo que otorga al viaje del Apolo el carácter mítico de una epopeya. Las fantasías de Luciano de Samosata, de Kepler o de Verne las acabó realizando la ciencia pero era menester la determinación temeraria y épica de los antiguos descubridores para atravesar la penúltima frontera. Ninguno de los tres tipos salió indemne de la experiencia: no es fácil volver a una vida normal después de haber visto desde ahí arriba la cara oculta de la tierra.

Aquella larga madrugada ante la tele, con la voz de Jesús Hermida narrando la gesta en directo, tu padre hizo café para manteneros despiertos. Por la ventana viste encendidas las luces de las casas del pueblo y desde el patio amueblado de mecedoras como una habitación sin techo, la luna en cuarto creciente se te antojaba una tajada de melón en el cielo. Hoy es apenas una vaga, borrosa memoria en blanco y negro, un capítulo de tu niñez envuelto en la suave bruma de los recuerdos. Pero si alguna vez tus hijos o tus nietos te preguntan para qué sirvió todo aquello, diles que nada más y nada menos que para demostrar cuánto pueden los sueños.