La carpeta roja

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Se palpa el miedo en las caras de palo mientras se llevan a Hu Jintao. El pánico viscoso que inspira el poder autoritario

Lo más impresionante de la (probable) purga en directo de Hu Jintao es la cara de palo del resto de los dirigentes que ocupan el estrado. Esos músculos rígidos, esas miradas impertérritas, de hielo, como de ausencia, con las que tratan de no darse por enterados de lo que está pasando. En la fabulosa secuencia de fotos tomadas por el teleobjetivo de Pablo M. Díez no hay un gesto de asombro, ni de curiosidad, ni de embarazo; apenas el leve intento de falsa empatía del ‘aparatchik’ que está al lado, y que terminará secándose el sudor del mal rato mientras los bedeles se llevan al anciano. El primer ministro Li Keqiang, antiguo favorito de Hu, se queda tenso cuando éste le pone la mano en el hombro al pasar camino de no se sabe dónde, de un destino que en ese momento parece haber ya aceptado. Los otros, en la primera fila y en las de más atrás, miran al frente o contemplan la escena con rostro líquido, indiferente, hierático; nadie quiere saber, y menos preguntar, si el ex mandatario está indispuesto o si ha sucedido algo que no cuadra en el guión del acto. Sólo Xi Jimping, el líder todopoderoso que ha dado la orden de expulsión, se muestra relativamente natural, con esa serenidad cruel, un punto petulante, de quien se sabe el amo del cotarro. Quizá los más cercanos a él sean conscientes del motivo del desahucio y se esfuerzan por disimularlo. Se palpa el miedo, ese pánico viscoso, vejatorio, opresivo, sofocante, que inspira el poder autoritario. La certeza de que sólo un desapego impasible, una especie de ataraxia facial, puede poner a cada cual a salvo.

Al terminar el incidente, la carpeta roja que acaso lo haya desencadenado –cuando Hu miraba su contenido, la lista del nuevo Comité Central, con aparente desagrado– ha desaparecido. Se la han llevado los funcionarios que acompañaban al viejo preboste repentinamente proscrito. En la votación unánime a mano alzada, cientos de brazos levantados delante de un gigantesco anagrama de la hoz y el martillo, el asiento del ausente sigue vacío. Nadie se ha molestado en realinear los puestos para rellenar el sitio. Nadie preguntará tampoco luego por la suerte del despedido ni por el desenlace final del episodio del que han sido mudos testigos. Tal vez incluso finjan no haberlo visto, como no lo verá el pueblo chino. Silencio. Qué más da; no se trata de nada que no haya venido ocurriendo allí desde hace décadas. Relevos de la nomenclatura: unos salen y otros entran, y los salientes desaparecen del cuadro como si se los hubiese tragado la tierra. La única diferencia es que esta vez había cámaras de la prensa extranjera. Pero Xi no se cohíbe. Quiere se vea su exhibición de mando, que se sepa quién es el que empuña las riendas. Es el único que durante esos minutos de tensión ha sonreído con una mueca de glacial condescendencia. La del tipo que con un dedo puede cimbrear medio planeta.