La cizaña

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La abolición del consenso y la invención de enemigos son la premisa clave del iliberalismo. En España como en Estados Unidos

Eso que vemos desde hace una década en las elecciones de Estados Unidos, es decir, un país dividido en dos mitades enfrentadas la una contra la otra en una guerra de valores sociales, políticos y culturales, es lo que está empezando a pasar también en esta España de Sánchez. Un proceso que empezó con Zapatero y su empeño por la deconstrucción blanda de la Transición, continuó con la insurrección de los separatistas catalanes y ha alcanzado velocidad de crucero bajo la alianza Frankenstein, que supone la ruptura completa de la izquierda con el proyecto socialdemócrata templado de Felipe González y la transformación de la escena pública en un territorio de combate. La diferencia es que en la derecha española todavía son minoritarios los planteamientos radicales –aunque también hayan experimentado un significativo avance como reacción a la estrategia sanchista de dividir la sociedad en bandos irreconciliables– y por tanto queda una cierta esperanza en que al menos una parte de la sociedad se resista a despeñarse en el abismo de las mutuas hostilidades. En América ya no hay margen; los mandatos de Obama y Trump han trazado una trayectoria de colisión inevitable cuyo desenlace tendrá lugar, si no lo remedia nadie, al final de la cojitranca presidencia de Biden. El modelo de una democracia de principios ejemplares, vigilante universal de las libertades, se está acercando peligrosamente a su última fase.

La generalización del populismo en Occidente se ha extendido también a los viejos partidos. El debate orgánico interno, clave en la salud estructural y funcional de los agentes políticos, ha sido suplantado por un nuevo molde de liderazgo basado en el plebiscito, y el entendimiento entre adversarios, los acuerdos de Estado, han pasado al olvido suplantados por la polarización artificial y la invención de enemigos. Se trata de arrastrar a los ciudadanos al frentismo a través de la excitación de instintos; de aprovechar el impacto de las crisis sucesivas para convertir en masa acrítica a los individuos y minar los pilares del sistema señalándolos como objetivos de diversos rencores banderizos. Cada grupo escoge sus fantasmas favoritos –la ‘casta’, el patriarcado, los jueces, los ricos, los inmigrantes, la progresía, el globalismo– y los convierte en símbolos contra los que luchar para mantener la cohesión sectaria de su tribu. Extremistas iliberales de todo signo confluyen en la aversión por un antagonista común, el consenso, justo el elemento nuclear de la convivencia próspera en los Estados modernos. Su abolición es la premisa clave de la dialéctica de opuestos, el combustible del incendio social, la cizaña de un enfrentamiento civil que tiene como condición necesaria la destrucción de los espacios de encuentro. En USA ya la han logrado y aquí la tenemos a punto de caramelo. Es el principal ‘éxito’ del presidente del Gobierno.