FERNANDO SAVATER-EL PAÍS
- Hoy añoramos al gran José Luis Balbín, pero sobre todo a aquellos ciudadanos que disfrutaban con un programa como el suyo
Guardo de La clave, aquel programa emancipador de comienzos de nuestra democracia, muchos recuerdos entrañables y divertidos. Siempre envueltos en respeto, porque fue un espacio eminentemente respetable como ya no hay ninguno y porque yo era muy joven y aún respetuoso cuando fui invitado varias veces a él. Allí conocí personalmente a Bernard-Henri Lévy, con el que me fui de copas después de presenciar el vapuleo que dio a comunistas y socialistas que le cayeron en suerte esa noche. Raimon Obiols estaba entre ellos y B-HL me preguntó quién era. Le presenté como el Felipe González de los socialistas catalanes y comentó: “il doit faire de progres” (aún debe progresar). En cambio, me frustró no encontrarme con Herbert Marcuse (perdonen, soy de mayo del 68), principal invitado de un programa sobre los intelectuales en el que también debía participar yo. Marcuse voló de EE UU a Alemania, antes de venir a Madrid, y en Starnberg sufrió una hemorragia cerebral que en pocos días le costó la vida. Me contó Balbín que en su lecho de muerte insistía en devolver a La clave el importe de su billete de avión, puesto que no podría asistir… Fue sustituido por Truman Capote, de modo que en cuestión de mitología intelectual no salí perdiendo demasiado. Otro invitado, todo un descubrimiento, fue Jean d’Ormesson. Sartre acababa de fallecer y un periodista le preguntó cuál consideraba su obra principal. D’Ormesson, respondió, admirablemente: “Más que una gran obra memorable ha dejado innumerables muestras de un enorme talento”. A un pipiolo como yo esa serena precisión le impresionó como el aria de un gran tenor…
La clave acabó cuando los prebostes socialistas se sintieron amenazados por su libertad. Hoy añoramos al gran Balbín, pero sobre todo a aquellos ciudadanos que disfrutaban con un programa así.