ABC-IGNACIO CAMACHO

Lo que se cocinó en aquella cena navideña fue esta reinserción ética de Otegui en un pragmático frente de izquierdas

ESOS tipos que esta semana volvieron a hacer sonar «la voz de ETA» –Alfonso Alonso dixit– en el Parlamento vasco son los mismos que un día antes habían permitido a Sánchez salvar en el último extremo su política de decretazos. Nada tiene, pues, de extraño que el Gobierno no haya replicado con la debida contundencia a los escupitajos verbales que los batasunos dedicaron a las Fuerzas de Seguridad del Estado. A lo largo del último año el bloque de la moción de censura ha sufrido en su cohesión algunos altibajos pero en los momentos decisivos ha permanecido intacto. Y esa amalgama de aliados es la única fórmula con que el presidente puede asegurar su continuidad en el cargo después de que Rivera haya negado cualquier posibilidad de respaldo «activo o pasivo» de Ciudadanos. Ya no es posible llamarse a engaño: extinguido cualquier chispazo de disidencia interna al liderazgo, la posición del PSOE como partido constitucionalista ha caducado.

La posibilidad, más que viable, de una renovación del mandato sanchista estará condicionada por ese desplazamiento. Todos sus socios actuales y futuros, desde los nacionalistas a Podemos, son fuerzas anticonstitucionales que llevan en su programa un cambio de modelo y, si las circunstancias les favorecen, se hallarán en condiciones de imponerlo. No se trata ya sólo de los separatistas catalanes, empeñados en la convocatoria de un referéndum: el PNV y Bildu han redactado un borrador de reforma estatutaria que consagra un Estado confederal de hecho. Aunque la campaña zen de Sánchez trate de quitar hierro al asunto cenital que está en juego, la explícita, arrogante brutalidad de los bildutarras ha venido a poner de manifiesto que la continuidad del proyecto Frankenstein representa un peligro serio de desmantelamiento político y jurídico de la España que conocemos.

La inadmisible crecida dialéctica de los legatarios de ETA simboliza algo aún más inquietante que su patente nostalgia de la violencia. Demuestra que son perfectamente conscientes de que ha llegado el momento de ajustar las piezas y acompasar la presión autodeterminista del nacionalismo vasco con la de la Cataluña insurrecta, en consonancia con el acuerdo de colaboración recién suscrito entre Bildu y Esquerra. Todo ello ante el apocamiento de un Gabinete socialista incapaz de salir en defensa de las víctimas insultadas con una petulancia canallesca, y bajo la mirada impasible de un Urkullu que recordaba la impiedad cómplice de los pactos de Estella. El episodio, de una insensibilidad truculenta y siniestra, otorga sentido retroactivo a aquella cena navideña que Otegui e Idoia Mendia cocinaron con sonriente –y sonrojante– connivencia. Y confirma la sospecha de que lo que de veras se guisó en esos fogones de la vergüenza fue el blanqueo del posterrorismo, su reinserción ética en el contexto cínicamente pragmático de un frente de izquierdas.