Manuel Montero-El Correo
- Está asentada la percepción del fin del mundo como un acontecimientopróximo. ¿Nos extinguiremos? Nos lo tenemos merecido; esa es la idea
Los adivinos actuales son previsibles. Vaticinan siempre lo mismo. Comienzan el año pronosticando catástrofes sin cuento: terremotos, tsunamis arrasadores, meteoritos cepillándose alguna gran ciudad, además del mantenimiento de las guerras en curso, el estallido de alguna más y la amenaza de alguna epidemia mortífera.
No les queda más remedio. Hoy en día los adivinos están condenados a anunciar desastres. Si alguno tuviera la ocurrencia de augurar algo positivo -el final de alguna guerra o cosechas abundantes para acabar con el hambre- perdería la credibilidad y tendría que cambiar de oficio. Primero, porque en la estela de Nostradamus las profecías conllevan algún gafe; si quieren infundir optimismo sus augurios tienen que ser del tipo ‘renace una nueva era’ (de paz y luz) tras el estallido de doscientos volcanes y una lluvia de meteoritos particularmente mortíferas, una venganza de la naturaleza. Eso como mínimo. O recurrir a la consabida intervención divina tras castigarnos con termitas, sequías, terremotos, diluvios y todo el paquete antes de llevar a una sociedad paradisíaca de paz y de bondad (algo cursi) a los que sobrevivan, que estarán arrepentidos después de caerles encima la tercera tormenta de langostas hambrientas.
No solo es la tradición pesimista del oficio de profeta. Hay otra razón que limita su creatividad e impide un amago de optimismo: el ambiente apocalíptico en el que se ha instalado nuestra cultura, en la que tiende a creerse en la inminencia del fin del mundo. Domina la convicción de que estamos al borde del apocalipsis o que ha empezado ya.
Estamos familiarizados con la idea del colapso de la civilización: películas, series televisivas, pronósticos tétricos de tertulianos… nos anticipan el apocalipsis, que por la información mediática que nos llega puede adoptar distintas formas, que ya son conocidas: invasión extraterrestre, rebelión de robots (en esto hemos avanzado mucho gracias a la Inteligencia Artificial), volcanes en erupción, incesantes tormentas de hielo provocadas por el cambio climático, ataques de hormigas voraces, extinción de especies tras desaparecer las abejas, subida catastrófica de las aguas marinas al derretirse los hielos, planeta que se lanza contra el nuestro, rebelión de los monos u otra especie considerada inferior, súbita parálisis del núcleo de la Tierra, tempestad magnética en el Sol que colapsa comunicaciones y ordenadores, tercera guerra mundial, desastre nuclear de origen bélico o terrorista, catástrofes de centrales nucleares, cometa que se lanza sobre Ta tierra por sorpresa, pandemias sucesivas cada cual más letal, experimentos sobre armas biológicas creadoras de virus fatales que se escapan… todo está previsto.
Es la imagen mediática, pero está bien asentada entre nosotros la idea del fin del mundo como un acontecimiento próximo. Más de la mitad de los estadounidenses piensan que el colapso está a la vuelta de la esquina y que se ven ya las señales que lo anuncian. Todo terminará en esta generación, creen.
La idea del fin del mundo no es nueva. Está en nuestra tradición cultural. Proviene cuando menos del Apocalipsis, libro que forma parte del Nuevo Testamento, atribuido a San Juan Evangelista. La religión cristiana, como otras, previó un final del mundo, que llegaría con el juicio final. Fue el origen del milenarismo, al establecer el año 1000 y después (y antes) otras fechas, para las que se llamaba al arrepentimiento.
El actual ambiente apocalíptico presagia un inmediato fin del mundo (a veces con extinción de la Humanidad), pero sin trasfondo religioso. Se basa en una interpretación drástica de acontecimientos actuales: el cambio climático, el ‘boom’ demográfico (hemos llegado a 8.000 millones, cifra nunca alcanzada), el retorno de las guerras al escenario internacional, la pandemia… Es un apocalipsis materialista, no de carácter místico como el tradicional. Se le parece en varios aspectos: la gran propagación de la conciencia apocalíptica, su conversión en una norma moral (queda descalificado quien discrepe de nuestro inminente colapso) y, sobre todo, la idea de que el fin del mundo es una especie de castigo a acciones humanas: al pecado, en la visión clásica; una respuesta de la Naturaleza por la contaminación y demás daños humanos a la naturaleza. ¿Nos extinguiremos? Nos lo tenemos merecido: esa es la idea.
En el concepto tradicional se fijaba la fecha del apocalipsis interpretando las profecías y llamando al arrepentimiento. Cuando pasaba la fecha anunciada sin que llegase el cataclismo, el milenarismo decaía. En el concepto actual fin del mundo este está a la vuelta de la esquina. Eso sí, el auge de la conciencia apocalíptica comenzó con la crisis de 2008, lo que sugiere que nuestro apocalipsis es de quita y pon.