Vicente Vallés-El Confidencial

  • La nueva función de esta temporada consiste en colocar a la Monarquía parlamentaria a medio paso del despeñadero y seguir en el debate del CGPJ

La semana empezó a torcerse el lunes. El teniente fiscal Luis Navajas acusó a dos compañeros de meterle presión, «contaminados ideológicamente», para que no pidiera el archivo de las querellas contra el Gobierno por la gestión de la pandemia. La Fiscalía es, desde siempre, una zarza ardiente que nunca se consume. Ahora la dirige la exministra y exdiputada socialista Dolores Delgado, a quien, por esos obvios motivos, también se acusa de estar contaminada ideológicamente. El fuego se reaviva con asiduidad.

Es tan perseverante el fuego como el ardor que provocan los debates sobre el Consejo General del Poder Judicial, cuyos vocales caducaron hace dos años y no han sido sustituidos. El Partido Popular se niega a desconfigurar esa obsolescencia programada por ley. El PP se siente, y es tan débil que utiliza cualquier mecanismo para recordarse a sí mismo lo que un día fue y dejó de ser. La actual composición del CGPJ juega a su favor: es el único asidero de poder que le queda. Pedro Sánchez ataca por ese flanco a cada ocasión. El presidente tiene el aval de la Constitución, que obliga a renovar las instituciones. Pero también le incita su inabarcable ambición política, que le empuja a dominarlo todo.

Tanto para los partidos de gobierno como para los que están en la oposición, capitanear un batallón de jueces que pudieran tener una virtud ajustable es siempre conveniente, porque no se sabe cuándo un mal paso te va a llevar ante un tribunal, ni cuándo un tribunal tendrá delante a tus adversarios políticos.

El PP se siente, y es tan débil que utiliza cualquier mecanismo para recordarse a sí mismo lo que un día fue y dejó de ser

En 2016, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias hicieron una primera tentativa fallida para coaligarse después de las elecciones de diciembre de 2015. Ya entonces, el líder de Podemos planteó al líder socialista que los puestos en las instituciones judiciales debían ser ocupados por personas «comprometidas con el programa del Gobierno del Cambio». Política y justicia, valga la redundancia. Cada vez quedan menos cosas por inventar. Y tampoco es una invención española.

En Estados Unidos la gran discusión preelectoral de estos días es si, a un mes de la votación, Donald Trump tiene legitimidad política (la legalidad sí está de su parte) para sustituir en la Corte Suprema a la jueza Ginsburg, fallecida recientemente. Hay nueve jueces en esa institución. En el año 2000, George Bush fue presidente de Estados Unidos frente a Al Gore porque así lo decidió la Corte Suprema por cinco votos contra cuatro. Los cinco votos a favor de Bush fueron de jueces conservadores. Los cuatro votos a favor de Gore fueron de jueces progresistas. Trump ya ha sugerido que no necesariamente aceptará con deportividad una derrota en las urnas, y que el resultado de las elecciones podría terminar decidiéndolo la Corte Suprema. De ahí que sustituir a Ginsburg, progresista, por un juez conservador puede valer la Casa Blanca.

En España, al circo de tres pistas ejecutivo-legislativo-judicial le ha surgido una cuarta: la Corona. Dejar en mal lugar a la Justicia hace tiempo que es una rutina. La nueva función de esta temporada consiste en colocar a la Monarquía parlamentaria a medio paso del despeñadero. Moncloa ha decidido establecer restricciones de movilidad a Felipe VI, y no por el covid, sino para deleite de independentistas, ansiosos de agraviar a la judicatura y al Rey, y para gozo y regodeo de los coaligados de Pedro Sánchez, que creen tener ante sus ojos el horizonte de la III República.

Tanto Podemos como los independentistas conocen bien el terreno que pisan: aún no hay masa crítica ni para colocar puestos fronterizos en el Ebro, ni para izar la bandera tricolor en los edificios oficiales. Pero trabajan para alcanzar esos objetivos mediante el ninguneo al Rey, con la jibarización de su figura, o rompiendo progresivamente los lazos de la Casa Real con otras instituciones. En esta ocasión, ha sido al abatir dos pájaros de un solo disparo: Moncloa fuerza la ausencia de Felipe VI en la entrega de despachos a los nuevos jueces y evita, a la vez, la presencia de la Corona en Cataluña.

Moncloa ha decidido establecer restricciones de movilidad a Felipe VI, y no por el covid

La decisión la ha tomado el presidente del Gobierno. El beneficio se lo han apuntado Podemos y los independentistas. El perjuicio ha sido para la Monarquía constitucional. Y la explicación oficial, en palabras de la vicepresidenta Carmen Calvo, es que el Rey cumple así con su debida «neutralidad política». Siguiendo esa corriente de pensamiento, el rey rompería su neutralidad política si hubiera viajado a Barcelona para asistir a un acto de la judicatura. Aunque Podemos considera que la ha roto sin siquiera moverse de su despacho en Zarzuela, con solo descolgar el teléfono para llamar al presidente del CGPJ.

El Estado da un paso más en su paulatino desvanecimiento en Cataluña y, quienes aspiran a asaltar los cielos del sistema creado en la Transición, avanzan en su estrategia de quebranto a la imagen de la Monarquía.

Parte del éxito en política consiste en confrontar con los adversarios y ganar. El ‘ticket’ Sánchez-Iglesias maneja esas claves con virtuosismo y sin atender a remordimientos. Muestran una insólita capacidad para provocar controversias sin dar ni darse tregua. La teoría ‘trotskista’ de la «revolución permanente» ha sido readaptada a los tiempos que corren como la «confrontación permanente». Es como ir en bici: solo te mantienes en el poder si no dejas de pedalear, de confrontar. Como consecuencia, el sistema puede tambalearse, pero no a todos los miembros del Consejo de Ministros les parece mal.