Ignacio Varela-El Confidencial
- Los dos instrumentos más importantes, los que realmente frenaron la asonada de 2017, son la ley penal y la acción efectiva de la Justicia. Por eso, ambos están en el centro de la diana de la estrategia independentista
José Antonio Zarzalejos explicó aquí hace unos días, en relación con la pretendida reforma dulcificadora del delito de sedición, que “la generalidad de la ley no permite aquellas que son intuitu personae, es decir, las que se dictan para favorecer o perjudicar a determinadas personas en concretas circunstancias”: efectivamente, es uno de los principios del derecho: se legisla para lo general, no para lo particular. Y si eso es aplicable a todo el ordenamiento jurídico, debería serlo aún en mayor grado al Código Penal, probablemente la norma más importante —también la más sensible— después de la propia Constitución, y la que hay que tratar con mayor escrúpulo.
Por ejemplo, no puede —no debe— someterse a revisión un tipo penal como la sedición con el único propósito de permitir que personas huidas de la Justicia como Carles Puigdemont o Marta Rovira puedan volver a España sin riesgo de ser condenadas a penas de prisión que obligarían al Gobierno a indultarlas, con el consiguiente desgaste político.
Además, esa sería la intención más o menos oportunista del Gobierno. La de quien se lo exige, ERC, es mucho más ambiciosa: se trata para ellos de dar un paso más en el camino de ampliar el espacio de la impunidad para cuando llegue el momento de hacer realidad el “ho tornarem a fer”. Dicho de otra forma: de debilitar progresivamente, hasta desactivar por completo, los instrumentos legales y judiciales existentes para proteger la Constitución de quienes buscan su anulación por la vía de hecho.
Los dos instrumentos más importantes, los que realmente frenaron la asonada de 2017, son la ley penal y la acción efectiva de la Justicia. Por eso, ambos están en el centro de la diana de la estrategia independentista y forman el núcleo de sus exigencias al Gobierno: cambia la ley a mi favor y ocúpate de neutralizar a los jueces, que de lo demás (es decir, de convertir Cataluña en un territorio de excepción constitucional hasta la hora de la segunda desconexión) ya nos ocupamos nosotros.
Ciertamente, los autores del Código Penal vigente no concibieron la hipótesis de que se produjera una sublevación institucional promovida desde los propios órganos del Estado. Al redactar el título de los llamados “delitos contra la Constitución”, tenían en la cabeza algo más parecido al 23-F o los movimientos revolucionarios, que han sido los dos modelos tradicionales de derribar el orden constitucional en España.
Por eso, cuando hubo que juzgar a los jefes del procés, el Tribunal Supremo se encontró en una grave dificultad. Se trataba obviamente de hechos delictivos que atentaban directamente contra la Constitución, pero no encajaban con facilidad en ninguno de los tipos descritos en el Código Penal. Aquello fue, clamorosamente, una rebelión en el sentido coloquial de la palabra, pero para considerarlo rebelión en el sentido jurídico le faltaba el requisito de la violencia física. Ello los obligó a recurrir a la figura de la sedición, que tampoco se ajusta al comportamiento de los sublevados, puesto que la ley la incluye entre los delitos contra el orden público y aquella intentona fue mucho más que un mero desorden público. Toda la sentencia es un escorzo imposible de 500 páginas destinado a salvar la manifiesta imprevisión del legislador respecto a lo que podríamos llamar golpes civiles. “Levantamiento tumultuario”, lo llamó el Supremo en un admirable ejercicio de creatividad conceptual.
En términos estrictos, tienen razón quienes hoy se aferran al argumento de que las penas que la ley española atribuye a la sedición son más altas que las que existen en otros países europeos para delitos similares. Pero, dadas la circunstancia del caso, lo que podría tomarse de buena fe como un argumento racional no es sino un pretexto falaz. Si realmente se tratara de restablecer el equilibrio jurídico, lo intelectualmente honesto sería completar la demanda de que se reforme la sedición con la de que se complete el mapa de los delitos contra la Constitución, incluyendo aquellas operaciones desestabilizadoras que no necesitan la violencia física para poner en peligro los fundamentos del sistema. Pero esta segunda cuestión se omite interesadamente y se pone el acento únicamente en la primera.
(Por cierto, revisar en este sentido el delito de rebelión para que en él quepan conductas como las de Junqueras y compañía fue una de las muchas promesas fraudulentas de Pedro Sánchez en la campaña electoral de noviembre de 2019).
Así pues, si se consuma —que se consumará— el designio de convertir la sedición en un delito menor con penas de menor cuantía y se deja intocado todo lo demás, el resultado práctico será que la Constitución quedará aún más desprotegida de lo que está frente a golpes blandos originados desde dentro de la institucionalidad del Estado, como el de 2017.
Imaginemos un supuesto (y conste que no estoy pensando en nadie concreto ni presumiendo intenciones, es simplemente un caso hipotético a modo de ejemplo): un presidente del Gobierno, llegado el término de la legislatura, se niega a convocar elecciones en el plazo establecido y pretende mantenerse en el poder por la vía de hecho. En aplicación de la jurisprudencia del Supremo, no habría violencia física, luego no podría considerarse rebelión. Pero resultaría ridículo tratarlo como una mera sedición, sobre todo tras edulcorar el delito y las penas, como hará el Gobierno para satisfacer a sus socios. Se trataría de un atentado manifiesto contra la Constitución sin un tratamiento penal claro.
En España, no se ha dado ni es por hoy previsible que se dé ese caso, pero sí en otros países; y considerando la espiral de degradación institucional que se ha desatado también aquí, nada debe considerarse imposible en un futuro. Lo que sí se ha producido y consumado es que un Parlamento autonómico derogue su propio Estatuto de Autonomía y anule la vigencia de la Constitución española en su territorio. Pues bien, resulta que los autores de aquel desafuero reclaman ahora la potestad política de dictar la legislación española respecto al puñado de delitos que ellos mismos cometieron, con el propósito manifiesto de precaverse de ella en el futuro. Y lo que es peor, existe un Gobierno dispuesto a concederles esa potestad. Quizás el siguiente paso sea permitir que Otegi —al parecer, amigo para siempre— establezca las penas por terrorismo.
Por lo demás, una cosa es defender y practicar la negociación para resolver las diferencias políticas y otra meter en el mismo paquete la sedición, los presupuestos y el Consejo General del Poder Judicial, haciendo depender unas cosas de la otras. Eso no es una negociación racional y ordenada, sino un berenjenal en el que puede adecentarse cualquier golfería. Sospecho que se trata precisamente de eso.